Hoy desperté a las 6:00 a.m.
la manera en cómo se deletreaba la palabra despierta reventaba
en mis oídos; cinceladas tan fuertes que pronto terminarían
por disolver cualquier cosa que estuviera soñando. Y aun así:
de haber sido mi cuerpo un poco más autónomo con respecto
a mi mente, con certeza habría sido la boca quien a base de dentelladas
me exigiera terminar de inmediato con mi sueño. La fuerza que
había cobrado aquel silabeo ¡des-pier-ta!, ¡des-pier-ta!,
fue tornándose en un fragor insoportable. Mil voces irrumpiendo
con estruendo en mi cabeza.
Varios
minutos después, tomé conciencia del repugnante sabor
en mi boca. Coloqué mis manos en el cuerpo de Helga y exhalé
para respirar un aliento metálico y descompuesto; como si lo
que había merendado se hubiese podrido al consumirlo. Aquella
sensación me obligó a apresurarme hacia el lavabo. Enjuagué
mi boca comprobando que el sabor oxidado no era más que una multitud
de coágulos de sangre. Incluso en mis labios y comisuras se encontraban
cubiertos de una finísima capa. Escupía y me llenaba de
nueva cuenta de un agua que sólo consiguió dejarme un
fuerte dolor en encías y dientes.
La hemorragia pareció ceder al frío del agua.
Después de haberme cepillado, el sabor y el aroma menguaron hasta
dar paso a un leve vaho de menta y canela. La sensación del agua
helada en el paladar se expandió a tal grado que pronto me produjo
una pertinaz jaqueca. Necesitaba leche y un analgésico.
El orden en la cocina se encontraba roto. Un caos de trastos y alimento
desperdigado interferirían con cualquier tipo de tarea propuesta.
No recordaba nada que hubiese propiciado tal desorden. Para mitigar
la jaqueca abrí el refrigerador y me empiné el galón
de leche hasta atragantarme. Tan pronto me esforzaba en traer a mí
la noche anterior, mi mente se transportaba hacia un páramo desolado.
Sólo recordaba que estuve con Helga tras haber llegado de su
trabajo.
Mientras buscaba un par de analgésicos en el botiquín,
mi mente inició un rastreo frenético en la memoria. La
configuración de la cocina sólo me remitía al resultado
de que había comido algo pero no lograba recordar qué.
Entonces apareció un recuerdo que hincó los dientes en
mi cuello.
Tras la dimisión de Wallesa
al gobierno de Polonia mi familia se había visto envuelta en
una andanada de acusaciones sobre corrupción. El desorden que
prevalecía en aquellos momentos no permitió que mi padre
armara una defensa adecuada. Terminó junto con un par de compañeros
del ministerio en prisión como chivo expiatorio. Mamá
y Jan, mi hermano mayor, tuvieron que despojarse de sus bienes para
poder continuar con un juicio que a todas luces parecía perdido.
Y así lo fue. La judicatura recién instalada estaba tan
o más infecta de abyección que la que controlaba Wallesa.
Los caminos y las instancias se difuminaron tan rápido como nuestro
patrimonio. Al final mi padre permaneció en prisión y
nosotros nos quedamos sin un zloty. De Varsovia tuvimos que mudarnos
a una unidad que durante la guerra había funcionado como ghetto
en la provincia de Bydgoszcz, tanto por la cercanía con la prisión
donde se encontraba papá, como también por que no había
alcanzado para nada más. En cualquier caso ese sitio continuaba
siendo un maldito ghetto. La mafia rusa había fincado ahí
una pequeña esfera de influencia durante la hegemonía
de Moscú en el país. El tráfico de armas, drogas,
mujeres y demás mercancía irregular pululaba en las calles.
Jan debió conseguir empleo como taxista; mamá, macilenta
tras el proceso de defensa de papá, terminó fregando trastos
en el comedor de una de las fábricas del sector. La vida era
una gran mierda.
En la familia, el tiempo discurría en la semana como si estuviese
muerto. Hablábamos poco entre nosotros, siempre contando los
días en espera del sábado; día en que nos permitían
ver a tatushu por unas horas. En cuanto llegábamos a
prisión, la mirada de todos recuperaba el brillo, como si el
resto de la semana significara una amarga pausa en nuestra vida. Corríamos
hacia la mesita que nos era destinada para convivir con papá.
Durante uno de esos encuentros tocó mi cumpleaños número
once. Papá llegó perfectamente acicalado, con una pequeña
bolsita escondida. Tras besar a mi madre y abrazar efusivamente a Jan,
se acercó a mí y me habló como si fueran sus últimas
palabras: «Hola, hijo: no tuve mucho tiempo para prepararte ningún
regalo, pero cultivé algo para ti. Cuídalo mucho. Feliz
Cumpleaños, Lukaz». De la bolsita extrajo una pequeña
maceta con una alcachofa tierna. De la maceta colgaba una diminuta bolsa
de papel con una docena de semillas rosadas. ¿Qué mierda
era ese regalo? De cualquier modo lo conservé.
Las semanas siguientes me dediqué a cultivar las semillas. Con
sencillos empleos temporales para los vecinos, conseguí lo suficiente
como para comprarme un huerto, un costal con humus de lombriz y demás
fertilizantes. Pensaba entonces que quizá cultivando todas las
alcachofas para venderlas podría contribuir al gasto familiar,
o, por lo menos, contribuir en especie con la hortaliza. La planta que
papá me había regalado no se tocaría. Temía
que cuando saliera de prisión me reprendiera.
A los pocos meses de habernos mudado al ghetto, Jan terminaría
por hartarse del nuevo papel de jefe de familia. Sin previo aviso, una
noche que aparentemente le tocaba doblar turno en el taxi, no volvió.
Al principio fue incertidumbre. Horas después del momento en
que debía llegar, mamá llamó a la policía;
temía que lo hubiesen asaltado e incluso herido. En aquellos
tiempos, Polonia se encontraba convulsa. La estación de policía
contactó al jefe de Jan; había renunciado un día
atrás. Semanas después nos enteramos por una carta que
Jan nos envió que se hallaba de nuevo en Varsovia; ofrecía
disculpas por su cobardía y esperaba que lo entendiéramos.
¿Cómo pudo considerar que podíamos comprenderlo,
si nos encontrábamos muriendo de hambre? Mamushu lloró
tres noches seguidas a hurtadillas, en su habitación, desconsolada
por la huida de su hijo más querido.
Tuve que arreglármelas para no perecer junto con ella.
La carestía me obligó a abandonar la escuela. El escaso
salario de mamá no alcanzaba en ocasiones ni para visitar a papá.
Las malditas alcachofas jamás lograron venderse y mamá
no tuvo intención de cocinarlas. Pronto, logré encontrar
empleo en el mercado central ayudando a las mujeres a cargar sus compras.
Ganaba una bicoca pero al menos contribuía comprando leche y
pan.
La situación
en el país se agravó a tal grado que mis vecinos y ex
compañeros de colegio terminarían convirtiéndose
en mi competencia. Las propinas cada vez más resultaban insuficientes.
Mamá perdió la plaza, ahora sólo trabajaba eventualmente;
sólo los días que le llamaban del comedor lográbamos
probar bocado. Sin embargo, y pese al hambre, mi empleo marchaba como
un juego: mis antiguos compañeros del colegio y mis vecinos jugábamos
a tener oficio. Y aunque lo jugábamos en serio, en nuestros ratos
libres y durante el regreso a casa seguíamos siendo unos pequeños.
Las correrías nos permitían olvidarnos un momento de los
problemas de los mayores. También seguí cultivando mis
alcachofas y dotando de cuidados especiales a la que mi padre me había
regalado. Justo cuando cumplí los doce y acudí a la visita
semanal con papá, llevé la planta como muestra de mi cuidado
y mi compromiso con el bienestar de la familia. Papá ignoró
tal hecho; desde hacía meses, cada visita representaba amargura
y una lista impronunciable de maldiciones de ambos hacia la vida por
haberles arrebatado a Jan.
Regresamos a casa más tarde. Mamá cortó todas mis
alcachofas para cocerlas. Habían pasado meses desde que la resignación
se apoderaba de mis sueños empresariales, aunque del mismo modo
en que me abandonó el espíritu emprendedor, el cariño
se había instalado como lazo entre aquella docena de plantas
y yo. Mi madre desmoronó el único vínculo sólido
que me unía a mi padre. Todo por ‘el hambre’. Se
aproximó a mi huerto con un cuchillo recién afilado y
una mirada exultante. Permanecí atónito mientras miraba
cómo moría cada una de ellas. Quedé pasmado por
semanas enteras. Decidí no comer más en casa. Tendría
que arreglármelas con las propinas del mercado.
Conforme pasaron unos días, mi fuero interno me exigió
perdonarla. No obstante, una sensación de malestar explotaba
en mis vísceras a cada recuerdo del atentado. No encontraba un
solo motivo para su expiación; preferí hurtar alimentos
de los tenderetes del mercado hasta que fui atrapado con un pollo entero
y trozos de cordero en los bolsillos. Mi madre me azotó largo
rato, hasta cansarse.
Meses después volvía al mercado pidiendo otra oportunidad.
Tras un sinnúmero de disculpas para los locatarios logré,
no sin atenta vigilancia de todos, volver a la carga: tenía casi
tres semanas sin probar un bocado decente, sólo esperaba poder
terminar la jornada sin desmayos.
Una mujer
anciana y gorda caminaba trabajosamente, cargando un montón de
bolsas repletas de comestibles. Deduje su situación acomodada
debido a la cantidad de alimento comprado y las joyas que colgaban de
su cuello. En esos tiempos en Polonia era un lujo, incluso el alimento.
Se detuvo justo frente de nosotros. Segundos después me descubrí
salivando sin control. La abordé de inmediato para ofrecerle
mis servicios. La maquinaria del hambre se lubricaba con la saliva que
me hacía segregar aquella masa carnosa. Quizá consiguiera
una buena paga por mis servicios.
Después de algunos minutos de negociación tenaz y un sinfín
de burlas hacia mi aspecto famélico por parte de la vieja, logré
que a mis amigos y a mí nos pagara por llevar las compras hasta
su casa. De inmediato llamé a Lölek, Adam y Miroslav para
que ayudaran. El camino no fue largo, pero tuve el tiempo suficiente
para compartirles mi idea a los compañeros. El veredicto final
se encontraba dividido: Adam estaba convencido de que sólo se
trataba de una locura mía. Lölek tenía la suficiente
hambre como para acceder de inmediato y Miroslav insistía en
que todo fuese democrático. Y así fue: votamos durante
el trayecto y por mayoría de tres a uno gané.
Mientras la anciana intentaba abrir la puerta de su apartamento, Miroslav
y Lölek se apresuraron a dejar las bolsas para flanquearla; la
anciana intuyó de inmediato la calidad del servicio que ofrecíamos.
Se aprestó a entregarle las llaves a Lölek y permitirle
que él abriera mientras buscaba en su bolso las monedas que nos
daría de propina. El edificio parecía abandonado; el silencio
reinaba en el piso en tanto descansábamos de la pesada carga.
La mujer vivía sola. En el momento en que Lölek logró
abrir, Adam y yo nos abalanzamos sobre la vieja. No nos costó
gran esfuerzo derribarla. Su rostro se estrelló contra el suelo
provocando un sonido hueco en el edificio. De inmediato Lölek y
yo la arrastramos hasta el vestíbulo de su apartamento mientras
Adam acarreaba la mercancía y Miroslav buscaba en qué
recostarla.
Comimos hasta saciarnos. Después de largos minutos, nos encontramos
tan ahitados que involuntariamente caímos dormidos en la sala
del apartamento.
Al despertar un sabor metálico se apoderaba de mi lengua. Los
labios los sentía revestidos de una membrana pegajosa que me
impedía moverlos con soltura. La sangre que había bebido
se había pegado y coagulado en mi boca a la vez que las bacterias
fermentaban los restos de carne cruda entre mis dientes y encías.
Coloqué mis manos frente a la boca y exhalé sólo
para comprobar que olía a mierda. Corrí desesperado hasta
el lavabo para enjuagarme y escupir repetidamente. No entendía
nada de lo que había ocurrido horas atrás. Tan pronto
regresé al vestíbulo comprobé la bestialidad con
la que habíamos actuado: pedazos de la anciana se encontraban
desperdigados por todo el vestíbulo, sala, comedor y cocina del
apartamento. El terror por las consecuencias de semejante acto amainaba
al tener mi estómago satisfecho. Aun así, un leve viso
de miedo se incrustaba en mi conciencia. Desperté a mis compañeros
y nos retiramos lo más sigilosamente posible…
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DATOS DEL AUTOR:
Saïd Javier Estrella (Pachuca, Hidalgo, México, 1982).-
Narrador. Durante 1999-2002 fue director de la revista Anzuelo
(merecedora del reconocimiento del IMJUVENTUD Factor 5). Cuentos, crónicas
y reseñas de su autoría han aparecido en Complot, Cubo
Rojo, Palabras malditas, entre otras publicaciones. Durante la emisión
2006 fue merecedor de la beca FOECAH en la categoría de Jóvenes
Creadores, otorgada por el Consejo Estatal Para la Cultura y las Artes
de Hidalgo. Actualmente trabaja en dos libro: el de cuentos Cena
entre chacales (próximo a publicarse) y la novela Buenas
tardes, camarada. Habita en el andén 8: www.saidjavierestrella.blogspot.com.