-Si
confiesa que sufre escribiendo ¿por qué lo hace?
-Para poder vestirme de blanco todas las mañanas.
(De
una entrevista a Tom Wolfe)
Con el escritor norteamericano Tom Wolfe (nacido en 1931 en Richmond,
Virginia) no sabe uno si quedarse con sus novelas y artículos
periodísticos, o con esa manera aparatosa, resaltada y augusta
de vestir. Más que escritor parece un potentado acicalado para
una fiesta de gala en algún rancio palacio europeo.
Estoy
consciente que a un escritor no lo hace la ropa, pero si de estilo se
trata Tom Wolfe personifica un ejemplo digno de portada de revista de
moda masculina. Él se ha labrado su estilo a punta de talento
y de acertados tanteos tanto al momento de escribir como cuando usa
zapatos italianos hechos a mano, corbatas de seda italiana, pisacorbata
de oro y trajes a la medida. Su escritura es chirriante, sonora, viperina,
surrealista y creativa en las que mezcla, en proporciones adecuadas,
las técnicas del cuento, o de la ficción novelesca, con
la carpintería desmetaforizada del periodismo.
Ese
aspecto subrayado de dandy, indiscutible/incuestionable, puede ofrecer
(de manera errónea) la idea que se está ante un aristócrata,
de un individuo de la realeza victoriana que escribe para desbostezar
el ocio. Pero no, Tom Wolfe viene del periodismo otro; de ese periodismo
que desecha formulas y encara lo noticioso desde la utilización
despierta y viva del lenguaje, que asume el oficio periodístico
desde la ponzoña y la polémica sin adornos ni sutilezas.
No sin razón escribe Raúl del Pozo: ‘El abuelito
del Nuevo Periodismo está a cinco minutos de ser un hortera,
pero no va a pasar a la historia por sus pingos, sino porque enseñó
a una generación a quitarle las barbas a la pluma; puso el ritmo
de los 60 a las rotativas’.
Graduado
en la Washington & Lee University (y con un doctorado en estudios
americanos de Yale) se inicia redactando pequeños trabajos periodísticos
en los diarios ‘The Springfield’ (Massachussets) ‘Unión’
y ‘The Washinton Post’. Para el periódico ‘The
New York Herald Tribune’, escribió una serie de artículos
con temas ligeros que enseguida despertaron la atención de otros
periodistas y editores. Byron Dobell, que para ese entonces dirigía
la revista ‘Esquire’, le brindó la oportunidad para
que escribiera su primer reportaje de envergadura. Wolfe tuvo que viajar
al sur de California. Debía escribir sobre los jóvenes
dedicados a ‘envenenar’ (o repotenciar) motores y conducir
automóviles a desenfrenada velocidad. Wolfe se mezcló
en el ambiente, metió sus narices donde hizo falta y tomó
notas de todo tipo. No obstante el tema no tenía garra, algo
faltaba y sin la inspiración suficiente para sentarse a escribir
los días pasaban inexorables. Fue a varias carreras. Aprendió
todo sobre motores trucados. Se aprendió al dedillo la jerga,
el trapicheo verbal entre los jóvenes, pero el bendito artículo
se negaba a salir. Daba vueltas en la habitación del hotel como
buscando la musa. Todo era inútil. El director de ‘Esquiare’
comenzó a presionarlo por el texto. Ya tenían las fotos
y sólo necesitaban un escrito para acompañarlas. Wolfe
pidió algo más de tiempo, sin embargo el editor lo persuadió
para que enviara sus notas de inmediato y otro escritor de la redacción
se encargaría de elaborar algo con ellas. Enseguida Wolfe buscó
su vieja máquina portátil y se entregó a un trabajo
frenético. Escribió durante toda la noche una larga carta
al editor. El resultado fue un escrito de casi cincuenta páginas.
La carta estaba llena de expresiones onomatopéyicas, giros lingüísticos,
atropellada redacción, una puntuación enloquecida, comentarios
y digresiones llenas de sarcasmos o puyas en verdad insufladas de veneno
y malicia. A veces avanzaba como un cuento con diálogos y personajes
bastante peculiares. Con dicho trabajo azaroso empezó todo. Wolfe
realizó otros reportajes y aquella receta empleada con el escrito
de los carros trucados fue decantándose de tal manera que el
chico de Richmond se hizo de un estilo inconfundible.
De
estos primeros escritos, recopilados en un libro titulado ‘The
Kandy-Kolored Tangerine-Flake Stteamline Baby’(‘El coqueto
aerodinámico roncarol color caramelo de ron’), que revitalizaron
la crónica, el reportaje y el artículo de prensa, pasó
a ser el gurú de esa tendencia conocida como ‘Nuevo periodismo’.
Incluso Wolfe escribió una amplia reseña sobre escritores,
periodistas y articulistas de prensa, que utilizaron, con mucho grado
de maestría, las técnicas de la ficción literaria
en sus textos. Allí estaban, además del mismo Wolfe, Gay
Talese, Pete Mail, Jimmy Breslin, John Sack y en ocasiones Norman Mailer
o Terry Southerm. Wolfe escribe: ‘No tengo ni idea de quién
concibió la idea de un Nuevo Periodismo, ni de cuándo
fue concebida. Seymour Krim me dijo que la oyó por primera vez
en 1965, cuando era redactor jefe de Nugget y Peter Hamill lo llamó
para encargarle un artículo titulado 'El Nuevo Periodismo' sobre
gente como Jimmy Breslin y Gay Talese. Fue a finales de 1966 cuando
se oyó hablar por primera vez a la gente del Nuevo Periodismo
en las tertulias, que yo recuerde. No estoy seguro... A decir verdad,
jamás me ha gustado esa etiqueta. Todo movimiento, grupo, partido,
programa, filosofía o teoría que pretenda ser Nuevo no
hace más que pedir guerra...’.
Para
el año 1968 empezó a usar elegantes trajes blancos y un
mechón de cabello en la frente, que hoy día los años
ya han borrado, el cual le daba ese aire de chico bien con una navaja
en el bolsillo. Con un estilo y la ropa apropiada su carrera iba en
ascenso. Sus otros libros de artículos y reportajes van haciendo
una disección despiadada de la sociedad norteamericana. ‘Ponche
de ácido lisérgico’ hurga en el mundo hippy. Sobre
el individualismo de los años 70 escribe ‘La banda de la
casa de la bomba’ y ‘Los años del desmadre’.
Entre
1972 y 1979 se dedicó a investigar todo sobre el programa espacial
Mercury hasta escribir un libro, (‘The Right Stuff’) con
el cual obtuvo el American Book Award y el National Book Critics Cirdle
Award. La génesis del libro fue un poco como al azar. La revista
‘Rolling Stone’ contrató a Wolfe para escribir un
reportaje extenso, que sería reproducido por entregas, sobre
los astronautas. Su título era wolfeiano puro: ‘Remordimiento
postorbital’. Este reportaje fue la base inicial para el libro
donde mezcló relato, entrevistas y narración casi novelesca.
Seis años de arduo trabajo le tomó terminarlo. ‘The
Right Stuff’ se editó en el año 1979 y la traducción
equivalente en español fue ‘Lo que hay que tener’,
que es como una especie de código entre los pilotos y astronautas.
Wolfe se introduce en sus vidas y los desnuda desde lo psicológico.
Los reviste de una heroicidad elemental, trasparente que enseguida le
proporciona buenos dividendos de venta y crítica.
El
libro fue una premeditada provocación. Los militares, luego de
esa insensatez política y bélica que fue Vietnam, estaban
execrados de la estima y credibilidad entre el pueblo norteamericano.
El libro de Wolfe explotó el lado épico y romántico
de los pilotos de prueba, los presentó como hijos de vecinas
normales, arriesgados, intrépidos y acorazados de idealismo.
Eran de algún modo héroes anónimos que se jugaban
el pellejo probando prototipos de aviones a propulsión tratando
de romper la barrera del sonido, de hombres que tenían lo que
era necesario tener en esa patriótica carrera por la conquista
del espacio.
Esa
es una de las peculiariadades de Wolfe: soplar siempre en dirección
contraria. Levantar mucha polvareda a su paso e ir a su paso, a su ritmo
tratando de ser inoportuno. Con lo obtenido por el libro se tomó
un descanso. Renunció a su trabajo en una revista y se concentró
en escribir la novela sobre Nueva York, proyecto acariciado durante
años y que pospuso procurando madurar, tratando de pulimentar
más su estilo. Sus modelos a seguir, entre los escritores ligas
mayores, para tal empresa literaria serían Dickens, Thackeray
y Balzac. La revista Rolling Stone le giró un adelanto de 200.000
mil dólares. Además un margen de dos semanas para escribir
cada capítulo. Durante 60 semanas Wolfe escribió de manera
seriada su novela. Aquello fue un desquiciante tormento para el escritor
cada vez que llegaba el día para el cierre de la revista. Su
grado de exitación era tal que le era imposible conciliar el
sueño o como él mismo escribió: ‘Esas horas
de cierre llegaban...como olas...una tras otra cada dos semanas. No
podía dormir. Me iba a la cama y después de dos horas
mis ojos se volvían a abrir...como paraguas.... ¡Como un
par de paraguas! No podía volver a cerrarlos’.
Con
su última novela ‘Todo un hombre’, se tomó
más del tiempo requerido. Le llevó diez años y
cinco bypass. Su editorial Straus & Giraux realizó un adelanto
astronómico por el libro, apenas pergeñado en la mente
del autor. En el ínterin de la escritura sufrió un ataque
al corazón. Estuvo grave. Le remendaron lo mejor que se pudo
y terminó el libro. Sus enemigos comprobaron dos cosas: que el
cabroncete hijo de perra tenía corazón y que además
poseía un pulso de novelista nada despreciable. Había
Wolfe para rato. No obstante sus enemigos no le dejaron hueso sano a
‘Todo un hombre’. John Updike la descalificó considerándola
como «sencillo entretenimiento»; Norman Mailer arremetió
sin miramientos y aseguró que Wolfe no pasaba de ser «un
periodista que nunca llegará a ser uno de los nuestros»,
y John Irving fue categórico: «No escribe novelas, sino
hipérboles periodísticas».
Y
para no hacer esperar a sus detractores Wolfe publica ‘Hooking
Up’ (acoplando). Una nueva colección de ensayos y artículos.
En uno de los escritos del libro considera a Mailer, Irving y Updike
como sus apuntadores. Les crítica estar de espaldas a la vida
eligiendo temas históricos, cerrados y onanistas para sus novelas
cuando deberían volcarse hacía ese gran collage que es
el vivir americano. Para él son sólo envejecidos leones
agazapados en sus cuevas rugiendo su bilis para ocultar su declive inminente
o como él escribe: ‘Viejos leones escondidos en sus madrigueras
que se niegan a salir a luz de ese irresistible carnaval que es la vida
americana’.
A
pesar del barrio, que uno lleva prendido en el ojal de la camisa Pepeganga,
siempre he tratado de interesarme más por los libros de Wolfe
que por su atuendo. O sea que uno ha saqueado del periodista y el literato
la rebeldía paradójica, la escritura forjada con la hojalata
de lenguaje vivo y el espejo bruñido de la metáfora. Que
el hombre le fue quitando las telarañas y el oxido a un periodismo
comodón, plagado de lugares comunes y mucha dejadez intelectual.
Dandy
es la palabra que mejor le describe y enseguida uno piensa en Balzac,
quien se endeudaba a mares para vestirse con gran pompa. Balzac, que
era gordo y antielegante, como escribiese Luis Antonio de Villena, llevó
sus aspiraciones de elegancia al texto y convirtió sus novelas
en un bazar de tipologías, en un hipermercado de pasiones humanas
al por mayor. Wolfe ha tratado de hacer otro tanto con sus novelas,
y sirviéndose de ese estilo balzacziano, realista y recreativo
de la realidad, ausculta también ese histérico y chatarra
modo de vivir norteamericano, pasa revista a ciertos perfiles sicológicos
desde el desdén (del dandy) y la revitalización del lenguaje.
‘El
dandysmo--escribió Barbey d´Aurevilly-- no es un traje
que camina solo: es cierta manera de llevarlo...’ Wolfe lo lleva
con inquebrantable prestancia conservadora. Sus escritos son un desafío,
una actitud de malas maneras aunque para sus detractores no pase de
ser un conservador inteligente que se viste como multimillonario. Además
el mismo se ha defendido expresando: ‘Cuando me llaman conservador
lo llevo como un título de honor, porque en mi ambiente eso significa
realmente que eres un hereje, que has dicho algo fuera de la ortodoxia.
Se supone que te has de alinear con ciertas modas intelectuales, y si
no lo haces, te dicen, ¡Eso es heterodoxia!’.