No es un momento. Es El Momento. Preservado contra los recuerdos, los
Acontecimientos. Preservado contra la convulsión de lo actual,
contra la marea inclemente de otra piel sobre la cama, sobre la mía.
Preservado contra la rabia, sobre todo. Contra una rabia que intenta
comérselo todo, no dejar vivo un fabuloso y pequeño pez,
uno apenas, siempre uno, que todo lo atraviesa, que va corroyendo las
gracias minúsculas, la resignación, el apuro de la copa
vacía casi.
Pero Fátima. Eso dije. Pero Fátima. Fue la última
vez que la vi.
Uno
debía intentar algún recurso, decir dos o tres palabras,
sabiendo que no habría forma, sabiéndolo desde el principio,
y sin embargo lanzando el anzuelo más risible, el más
básico, hasta sentir que, de un solo movimiento, uno agotaba
todas las opciones, y así llorar para siempre, por fuera y por
dentro, sin cansancio, sin remordimientos.
Pamela debió verlo en mis ojos. Debió verlo en mis brazos,
en mi pecho, en mi sexo. Yo naufragaba en sus costas con el hambre de
todo abandonado, con la risa discreta de quien vuelve. Pero ya estaba
marcado.
El lugar no importa, ni los años vencidos. Importa el que, apenas
conocerme, me alargó la mano y además me tendió
un beso. Minúsculo, sí. Muy pequeño. Pero cálido,
quemante. De esos besos que uno sabe, sin saber cómo lo sabe,
que preceden a algo. Hola yo soy Fátima mucho gusto
me dijo de un tirón. Y se quedó incrustada en mi cuerpo.
No quiero hablar de Pamela. No más. La amo, por supuesto. No
quiero hablar de casa, auto, hijos, cama. No aquí, no ahora.
Siempre hay tiempo para hablar de todo eso. No quiero hablar sobre el
milagro real, concreto. No quiero hablar sobre lenguas trabadas en tierno
combate, sobre sexos amistados por el rostro contra rostro, piernas
enlazadas por cosquillas y hastío en la misma medida. No quiero
hablar de eso.
Comíamos una nieve. O caminábamos. Algo de algo. Cualquier
cosa. Dijo: una vez. Dijo: una playa. Dijo: tú y yo. Dije: por
supuesto. Y me desmoroné por dentro.
Quiero decirte. Pero no sé cómo. Eso le dije. No digas
nada, me dijo. Pero no como diciendo: no quiero saberlo, guárdatelo.
Diciendo: lo sé. No se acercó. No me dio un beso. Esperó,
sonriendo, a que yo me acercara. Pero yo no podía moverme. Ella
esperó hasta que al fin me puse en pie, caminé hasta ella,
rocé su mano con mi mano, sus labios con los míos. Y fue
como hundirme en un mar callado, en un mar discreto, pero apabullante.
Me senté junto a ella. Recargué la cabeza en su hombro.
Yo no soy esa, dijo. Yo no soy esa Fátima que eslabonas, pieza
por pieza, cada noche. No soy siquiera la mirada gorrión y pantera
que admiras en este momento. Yo soy una mirada como otra mirada. Pero
de algún modo también soy ella. Ella es más real
que yo. No quiero que la pierdas. Nunca. Piérdeme a mí,
pero a ella guárdala. Protégela. Llévala siempre
en ti.
Arena. Arena interminable, tibia. Sus dos pies y los míos horadándola
con huellas efímeras, con heridas abiertas de por vida. Arena
y el rumor húmedo. Un rumor que susurra secretos que uno no entiende.
Un lugar apartado. Arena. Tarde. Un lugar solitario y virgen. Un beso.
Me quitó la ropa. La camisa, primero. Los pantalones, luego.
Todo. Sin mirarme. Desviando la mirada. Y me pidió, sin decirlo,
que la desnudara.
No miré sus pechos, pero los vi suaves y tibios. No miré
su vientre, pero bebí, uno a uno, sus cálidos sabores.
Sin tocarla.
Me miró el rostro, solo el rostro.
Me tomó de la mano. Caminamos. La brisa revolvía nuestros
cuerpos, los acariciaba. Y luego, el secreto se revelaba sin entregarse.
Sentados en la arena. Su mano apretaba
delicadamente la mía. Pero con firmeza. Sin mirarnos. Unidos
solo por ese contacto.
Ella sintió mis labios recorriendo
su cuello, sus pechos, su sexo. Ella me sintió entrar con lentitud,
estremecido de los pies a la cabeza. Yo me sentí recorrer un
cuerpo que era una brisa. Sin tocarnos.
El Momento. Arena. El mar. El
sol tímido. Las nubes. Dos cuerpos. Tomados de la mano. Ella
y yo. Yo y ella. Escindidos para siempre del antes. Del después.
Solo ella y yo en ese Momento. Y nunca más. Solo eso.
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Para
saber más
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DATOS DEL AUTOR:
Javier Munguía (Hermosillo, Sonora,
México, 1983).- Escribe actualmente cuentos de nostalgia y ruptura
para Modales de mi piel, su tercer libro. También batalla con
su novela Hambre, que espera tener el valor de continuar y concluir.
Ha publicado los libros de cuentos Gentario (2006) y Mascarada
(2007). Quiere ser un buen escritor.