¡Viajar, perder países!
ser otro constantemente
por el alma no tener raíces,
de vivir, de ser solamente
Fernando Pessoa
La diferencia entre un turista y un viajero -define Paul Bowles en El
Cielo Protector- reside, en parte, en el tiempo. Mientras el turista
se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses
o semanas; el viajero, que no pertenece más a un lugar que al
siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto
a otro de la tierra.
Pero el tránsito de lo primero
a lo segundo -pienso- no ocurre hasta que te encuentras con una de esas
ciudades mágicas: perdidas entre las sierras, en medio del mar,
detrás de una montaña o en la cima de ésta; lugares
que para nuestra fortuna abundan en México; que te llevan entre
ríos, selvas o desiertos, en las que es imposible detenerse porque
despiertan un incesante deseo de -citando a Pessoa- ‘viajar, perder
países’: perder ciudades, conquistarlas.
Sólo en el golfo de México,
municipios como Xicoténcatl, en el estado de Tamaulipas; Naranjos,
Papantla y Catemaco en Veracruz, transmiten la calidez y la alegría
que suele conservar la gente que no ha sido aplastada por la ‘modernidad’,
que todavía suele sentarse en las banquetas a respirar el olor
del atardecer.
Para ser viajero no suele haber pretextos.
Yo, lejos de conquistar este título, sí los tuve. Visitar
a mis amigos que trabajan en Tampico y conocer su pueblo natal, Xicoténcatl,
Tamaulipas (Jicotencal, como se dice allá), pasar luego un par
de días en la playa para luego partir a mi destino principal,
Puebla, llegando ‘de pasadita’ a Xalapa y a Veracruz, todo
esto en una semana, o a donde alcanzara el dinero que llevaba.
Viajar por la región del golfo
es una experiencia inolvidable, impresionante para alguien cubierto
desde siempre de polvo del desierto. De norte a sur la vegetación
poco a poco se engrandece, el verde caqui se torna primero en verde
bandera, para luego mostrarnos amablemente toda una gama de verdes,
una cantidad de tonos y modalidades impresionantes.
En Xicotèncatl (situado entre
Ciudad Victoria y Ciudad Mante) la carretera se adentra por entre grandes
cañaverales (la principal actividad agrícola) y hectáreas
de prado donde los caballos avanzan con paso lento, acalorados por el
calor del mediodía, mientras un hombre, con la cara tostada por
el sol del campo, mira hacia el cielo tratando de pronosticar lluvias
y luego baja la cabeza, satisfecho. No se equivocó. Minutos más
tarde cae, incesante, el aguacero. La lluvia allá suele ser puntual,
llega casi sin retraso al filo de las seis de la tarde.
Si Tamaulipas no suele ser considerado
por los viajeros es porque no conocen municipios como éste. Por
la mañana, para mitigar el calor, entre familia o amigos, un
chapuzón en el río Guayalejo que cruza este municipio.
En las tardes una caminata por la plaza principal, poblada por grandes
ceibas que le dan un toque rústico que predomina en todo el lugar.
Antes de oscurecer, las mecedoras en las banquetas, las charlas con
las vecinas, y esperar la noche, como si éste fuera un antiguo
ritual entre la gente del campo, sólo en pueblos de agricultores
se sale a las banquetas a recibir la noche.
Esa
tarde era especial. La Presidencia Municipal ofrecía, en su explanada,
el festival de fin de cursos de su Casa de la Cultura: pintura, teatro,
música, canto y baile. Todo está listo para empezar. Pero
la lluvia suele interrumpir los grandes eventos y dejar caer sus cálidos
disparos entre los espectadores. Los artistas, como profesionales, siguen
bailando, pero la esposa del Alcalde y las autoridades del Estado empezaron
a inquietarse, ninguno quería ser el primero en abandonar el
lugar (nadie quería quedar mal), pero el orador no se daba por
vencido, se negaba a suspender y bajo el aguacero agradecía con
euforia esa bendición.
La gente, acostumbrada a esas sorpresas, se dirigió tranquilamente
a lugares cercanos para protegerse, algunos optaron por irse al kiosco
del centro de la plaza, otros lo evitan porque, dicen, ‘cuando
llueve da toques’ y, aunque pocos lo han comprobado, muchos prefieren
no intentarlo.
En Xico todo es motivo para celebrar, la hora y el lugar no importan
y sus habitantes llevan su alegría donde van. Muchos tienen que
cambiar de residencia para continuar sus estudios y ya han contagiado
a municipios como Matamoros, Ciudad Victoria, Mante o Tampico de su
risa y de su eterno ambiente de fiesta.
El camino de regreso es mucho más pacífico, ahora los
cañaverales son sombras interminables, se aprecia la planicie
del lugar y a lo lejos, un solitario cerro, el único en toda
la región. Es luna llena y su brillo se refleja en los charcos
que dejó el aguacero.
Las sombras de las plantas van desapareciendo lentamente, de forma casi
imperceptible, pero cederle el paso a las primeras luces de Tampico
que se asoman detrás de la oscuridad…