¡No pertenecer ni a mí!
¡Ir al frente, ir siguiendo
la ausencia de tener un fin,
y el ansia de conseguirlo!
Fernando Pessoa
El padre Ángel María Garibay señala en el prólogo
al libro La huida de Quetzalcóatl de Miguel León-Portilla
que el problema humano por excelencia es ‘la amargura del fluir’,
el anhelo de huir en pos de un fundamento que no sabe si existe, pero
ansía que exista. Desde este punto de vista, viajar es una clara
manifestación de la búsqueda de este fundamento. Cada
ciudad conquistada, perdida, satisface una búsqueda que posteriormente
dará lugar a una nueva.
No recuerdo bien en qué momento
decidí ir a Xalapa, Veracruz; no sé si fue simple curiosidad
o fui empujada por uno de esos extraños ‘anhelos’;
sin embargo, la razón que me llevó a la capital veracruzana
no importa más que los pretextos que encontré para no
salir.
Después de disfrutar de un atardecer-nochedelunallena-amanecer
en la playa Miramar de Tamaulipas, me dirigí a Poza Rica para
tomar ahí el autobús que me llevaría a Xalapa.
La espera de dos horas en la Central de Autobuses y las más de
cinco horas de distancia valieron la pena, porque estando en la carretera
pude rodearme de una densa espuma verde; ver el mar aparecer a lo lejos,
confundirlo con el cielo, seguirlo con la vista y nunca tener la certeza
del momento en que aparecerá detrás de los arbustos; cruzar
ríos en cuyas orillas los pescadores dejaron sus barcas después
de un día más de trabajo y descubrir, casi de manera fotográfica,
lugares como Papantla en los que basta respirar un poco su aroma para
percibir su mezcla de tierra y sol, pueblos con calles rojas y amarillas
por donde se derrama un ambiente de fiesta que parece no tener fin.
Llegué a Xalapa durante la noche
y la primera sensación fue de una inmensa calma. Después
de instalarme y hacer las llamadas correspondientes pude darme el tiempo
de respirar Xalapa: olor a rocío, a lluvia evaporada.
Perdiendo Xalapa
Desde hace tiempo me ha dado por pensar que en las ciudades el ser humano
va perdiendo poco a poco su individualidad: de ser una persona con nombre
y apellido, profesión, características particulares, se
convierte únicamente en una partícula de esa gran masa
que se desplaza por calles, centros comerciales, estaciones de metro,
por cualquier ‘no lugar’ -citando a Marc Augé-, pensando
en cientos de cosas diferentes, caminando de forma automática,
sin casi ver su alrededor, sin ninguna manifestación de ‘vitalidad’,
hasta que un ‘Buenos días’ o un ‘Disculpe,
qué tiempo trae’ o una sonrisa capaz de penetrar aquella
barrera lo trae de regreso, dándole con esas sencillas palabras
la identidad que entre la multitud había perdido.
Algo parecido a lo que experimenta
Augusto, el protagonista de Niebla de Miguel de Unamuno, cuando
le dice a su perro Orfeo: ‘Muchas veces se me ha ocurrido pensar
que yo no soy, e iba por la calle antojándoseme que los demás
no me veían’.
Esto viene a cuento porque en Xalapa
tal parece que esto no ocurre, de entre la gente que camina por las
calles, no es raro encontrar una sonrisa, un saludo, siempre una palabra,
cualquiera, que no deja perder esa individualidad, esa existencia.
Con esa sensación disfruté
la ciudad: su confortable temperatura (alrededor de 23°), sus grandes
ventanas y pequeños balcones; el paso lento de la gente; sus
mañanas, tardes y noches de café; y sus calles hechas
de piedras, de historias, por las que no ha pasado el tiempo, donde
todavía parecen escucharse el crujir de las carretas y el trotar
de los caballos.
Los callejones que ocultan decenas de episodios de todos los tiempos,
historias violentas que parecen improbables en una ciudad tan tranquila.
Un ejemplo de esto es la leyenda que le dio nombre al Callejón
del Diamante (una cómoda callecita angosta, con café al
aire libre, locales de artesanías y comida típica), historia
que cuenta un crimen pasional donde el personaje principal es un diamante
negro.
Las calles de Sergio Pitol
Saboreando
las historias de los cafés decidí quedarme un día
más de lo previsto en ‘la ciudad de las flores’ y
lo dediqué a recorrer las librerías. La primera fue la
Librería Universitaria pues había prometido una edición
especial de Sergio Pitol editada por la UV, después de echar
un vistazo me bastó preguntar por él al encargado para
que me contara que el escritor estaría el lunes siguiente (yo
me iba el sábado por la noche) en la Facultad de Filosofía
y Letras clausurando un taller.
Seguramente mis lamentos conmovieron de manera tal al muchacho que intentó
consolarme diciéndome, con toda naturalidad, que Sergio Pitol
pasaba todas las tardes por ahí cuando salía a pasear
a su perro, pero al percatarse de mi disposición de instalarme
en la puerta hasta que eso sucediera, optó por decirme: ‘pues
vive aquí a la vuelta, en la siguiente calle’.
Pagué el libro prometido y me dirigí a la calle que me
indicó el muchacho y, como era de esperarse, jamás encontré
ninguna señal de vida del escritor. Sin embargo, imaginar esa
escena que el chico me platicó tan tranquilamente, me pareció
una imagen perfecta de lo que es Xalapa.
¿Muerte en Xalapa?
En La muerte en Venecia, de Thomas Mann, Aschenbach decidió
regresar a su hotel a la orilla de la playa de la ciudad de los canales
gracias al mismo deseo-necesidad que día antes lo había
empujado a viajar; un percance con su equipaje le impidió tomar
su tren hacia una playa cerca de Trieste, y volvió a
Venecia sin saber que, además del descubrimiento de la belleza
que lo había ensimismado las últimas semanas, se encontraría
con una enfermedad silenciosa que lo llevaría a una lenta muerte.
No podría precisar en qué momento, pero algo así
me sucedió; eché raíces y cancelé mi viaje
a Puebla (una larga fila en la Central de Autobuses bastó para
decidirlo) para quedarme ahí hasta el último día.
En el Parque Juárez, escuchando marimbas, esperé el atardecer
antes de emprender el viaje de regreso. Sin embargo, si a diferencia
de Aschenbach en Venecia, a mí Xalapa me concedió partir
fue porque le prometí volver.