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Los papeles perdidos de R. Denver [1ª parte]
Rolando Gabrielli
11/09/2018


No puedo caminar dices/Estoy clavado en este pueblo/Mirando pasar las nubes. Roberto Bolaño


Rolando Denver habla de sí mismo como si se conociera. Divierte con el tiempo perdido, en esa gran estación proustiana de su tránsito inmóvil, un largo capítulo de indocumentado con oficio de narrador de novela negra. Vivió sin papeles frente al mar casi dos décadas, no era turista, estaba anclado a la vera del camino al caducar abruptamente su visa diplomática. Se había ido a ninguna parte y estaba ahí, como permaneciendo en una partida inexistente. Se puede estar de pie frente a un acantilado con la irresponsabilidad del azar de un torero, a un costo más alto que recibir una cornada. El precipicio siempre es una posibilidad, para mantener un cierto equilibrio y volver a empezar en la punta de los pies. Cuando ya era un alma irregular en la acera equivocada, alguien le sugirió: sobrevívete.

Sobrevivencia, una palabra con dientes y muelas, siempre dispuesta a jugársela contigo, nunca sabe de derrotas y cuando crees que te va a abandonar, está ahí la flaca haciéndote respirar como un paramédico que no te deja ir. Puedes vivir con tu venoclísis fuera del sistema sin ser un paciente terminal. Denver venía de una muerte civil sin un plan B.

Caminar del cojo/ver del tuerto/raíz del viento/lágrimas de cocodrilo/a cada quien un rayo de luz oscura/Vivir el luminoso día/bajar a un pozo/subir una montaña/escribir en una playa/ una palabra/ vamos a vivir vida/una ola volverá a empezar.

  

• Venían de un apocalipsis a la medida de un sastre.

La espera circunstancial es la retórica de una figura aburrida y ridícula. No tiene forma ni contenido. Son líneas perdidas en cualquier mano. Un paisaje es un paisaje y puede convertirse en un trazo borroso. Se comienza a no pertenecer, no estar y viajar por el mismo punto de no partida. La ruta, diría Denver, como un círculo vicioso y no es una descripción, afirmaba acodado en sí mismo esperando una repuesta que solo tenía preguntas.

En esa gelatina deambulaba, ni para atrás ni para adelante. Por esos días los días pasaban por las calles, se detenían en cualquier esquina del mundo, y unas señoras del Ejército de Salvación con sus clásicos uniformes y miradas al infinito de la nada, redimían el planeta con la frase: tómalo como un testimonio, pero vívelo. Tantos pasajes enigmáticos, qué se podía decir. En otras carpas gritaban alucinados: “arrepiéntete. Sálvate, sálvate. Pare de sufrir”, como si viajaras en una ciudad con un tráfico endiablado y de pronto alguien te detiene en el camino abruptamente como un rayo salvador que te parte en dos. ¿Cuándo el mundo no ha estado peor? Se olía una atmósfera verbal de fin de mundo, mejor dicho, se sentía como un vacío de subterráneo esa letanía de aletear de pájaros con sus sombreros señoriales para cubrirse de un sol inclemente, despiadado. Venían de un apocalipsis a la medida de un sastre que no desconocía las temperaturas del medio ambiente y la palabra. ¿Cuántos de ellos habían leído el último Rider Digest, o rezado en una esquina la última función de la humanidad? Apocalipsis como fin o comienzo de siglo, la fecha se puede correr un poco más allá o acá del infierno, lo que cuenta es la palabra.

• Pelando una naranja al mediodía

Denver, creo conocerle en alguna medida, compartía un escepticismo con una cierta lucidez cínica, algo envidiable, pero también desconcertante. Disfrazaba de alguna manera su frustrante monólogo existencial, ese ámbito devastadoramente solitario de un individuo que no encaja en su entorno y salpica no sólo de muecas el ambiente, sino con el pus cristalino, casi efervescente. Era una locomotora a punto de descarrilarse, pero el imán de un camino utópico siempre le devolvía a un tramo feliz de la ruta. A riesgo de volver a salirse de unos rieles invisibles, encontraba su centro, como pelando una naranja al mediodía.

Por ese entonces, me parece que era septiembre, una lluvia de mariposas azules se estrellaba contra los parabrisas de los automóviles y las calles quedaban azules con sus cuerpos sin aliento, desmayados, inertes frente al mar. El ciclo migratorio de la vida de estas bellezas que nunca se miran al espejo, se cumplía frente a un vidrio en movimiento de manera inexorable. Pequeñas féminas yacientes/brillantes, agónicas/iluminadas iluminantes/vuelan el espacio de mis ojos/caen rendidas/son sus últimas horas/fracciones de segundos quizás/conmueven el espacio que dejan/un tiempo azul sin horario/ ¿Quién las trajo se las lleva? En mi mano heredan/su último paisaje.

Podría ser la realidad un producto de Macondo, tan pegada al mapa realista mágico colombiano. Denver, puedo dar fe, había vivido aquí el relato de Isabel viendo llover en Macondo, lectura que inundaba de agua sus sentidos en aquel Santiago de los sesenta y tantos. La lluvia llegaría años después a hacer justicia a la literatura.

• El 11 a mano derecha.

Flor de tiempo y primavera, años horribles vinieron posteriormente: el 11 a mano derecha, septiembre, tire la cadena que huele a mierda. Se pudría el aire de solo respirarlo. La realidad ya no descansaría en paz. La cruz con sus clavos, el largo cadáver de Chile recorría su loquísima y desmembrada geografía. El bando de la muerte absorbía la geografía de Norte a Sur, peinaba la patria como una muñeca esquizofrénica.

Se enterraba a vivos y muerto/en el patio de los callados/bajo el mar/cuerpos sellados a cal y canto/desaparecidos en el más allá/Silencio en los cuarteles/dianas/bandos/metáforas de satanàs/ Nadie en su sano juicio/salía en la noche a bailar/Las calles desoladas ladraban perros/inmensas ratas paseaban por las alcantarillas/asomaban sus largas colas/en medio de desplantes del mandamás.

Denver partiría mudo, casi en estado de sitio permanente, flanqueado en el callejón sin salida de un Chile autista, derrotado, a la espera de mejores tiempos. Comenzaba a intuir, sin ninguna certeza, que su historia podría tener una lectura bajo diversos espejos que intentaban descifrar cuantos rostros puede llegar a tener una misma imagen.

Detenido años después, en un balcón del trópico, continuaba la vida a su manera -cito a Sinatra- y Denver encantado con el paisaje, veía diluviar, nada se distinguía a un metro, el agua se tomaba todo el espacio y el resto que quedaba y era nada, se detenía en la lluvia, simplemente filtraba las horas, una tarde de octubre o noviembre, daba lo mismo, la humedad se sentía en la baranda del balcón, en las paredes, los bolsillos, en las miradas, y la atmósfera era un mar vertical suspendido en el aire. A su espalda, Denver sentía el rumor de las cintas amarillas del teletipo que viajaban aceleradas en sus puntitos perforados y con su inconfundible tiqui tiqui, toda una generación de corresponsales, identificaba el siglo XX, y Denver fue uno de ellos en tiempos de la Guerra Fría, que no cambiaría la temperatura del trópico “ni de a vaina”. En un paréntesis de la historia, de paso por Limbo City en la última etapa de su vida, el Mariscal Josip Broz Tito, el partisano que derrotó a los nazis, caminó por la alfombra roja de un recién inaugurado hotel, con la solemnidad de un campo de batalla. Tito era un mapa vivo de la historia del siglo XX, una legendaria geografía de sí mismo, esa pudo haber sido la última alfombra roja que pisaría antes de dar su batalla final.

• La lluvia bendecía el olvido

Una anécdota más de un siglo calificado de tantas maneras, pero siempre violento o tan práctico como una juguera o lavadora. Nos estábamos automatizando y matando como moscas, todo un arte de la especie más depredadora de la tierra. El espacio es más misterioso que nuestra pequeña historia, un puzle de fragmentos arbitrarios, orquestados por personajes codiciosos, lunáticos, ególatras. El tedio mascaba su chicle en las horas muertas de aquellos días. La lluvia bendecía el olvido, mitigaba en parte, más bien borraba el paisaje que Denver prefería ignorar.

Los billetes verdes eran escasos, por esos tiempos, como algas, merodeaban el fondo del bolsillo del blue jean con algo de esperanza y también de incertidumbre. El vacío es lento, a veces, pero llega.

Al otro lado del día siguiente o en horas, el mar a unos metros, cálido, abierto, infinito, ampliaba el paisaje recogido en el bullicio y un sol implacable aturdía un escenario aparentemente introvertido, radicalmente monótono, impregnado de una humedad húmeda, reiteradamente sofocante. A pesar del calor agobiante, el cuerpo no cargaba los pesados abrigos del invierno y menos se sentía prisionero de la ropa térmica que te robotiza y somete a una rigidez aún mayor en los países donde la tundra penetra hasta los huesos. Se congela la comunicación entre el cuerpo y la vestimenta, las manos no sienten más que su movimiento en falso, la pesadez de una sangre fría, coagulada en el espesor implacable del bajo cero. Hasta las cañerías sufren de obstrucción, averías, explotan en una orfandad que solo el silencio sabe transmitir con su movimiento de labios. Dejan correr esas aguas gélidas en un incesante aullar de perros.

 

• Las migraciones son el deambular de los sueños.

La ciudad, no sé si se sentía visitada o prefería permanecer inmutable, como si algo ajeno así misma se desprendiera con la lentitud del angustioso aleteo de esas mariposas azules que otean alrededor de su último aliento de vida. A nadie nunca vi preocupado. Ni siquiera curioso. Un evento rutinario más para la mayoría quizás. ¿De dónde vienen? Quedan inertes, en silencio, una a una o en pequeños grupos, bajan su telón azul frente al cristal del automóvil, sobre el asfalto anónimo. Las ruedas de los automóviles arrastraban los restos de esos pequeños vestigios azules. Un ciclo de vida culminaba frente al mar. Las migraciones tienen el deambular de los sueños, la pasión del viaje y un final que se borra en la pantalla al término del camino.

Pedazos de historia y de quien se reescribe a la vera del camino. Pasa un desconocido, el tiempo, en alguna parte, todo es lo mismo. El lugar no se mueve y menos tú. El óxido se encarga de las cosas y de las personas, el tiempo tiene otros objetivos quizás más banales.

La marea recogerá sus aguas esta noche/y yo veré el esqueleto de la ciudad/ no sé si más limpio/o más sucio que ayer/ ¿A quién le importa la muerte de un pez o del mar?/ La luna solo mueve las mareas/ y tú, dejas la ciudad/ hay espumas en tus pies/una nube no hace verano.

La ciudad giraba en torno a su bullicioso y neurótico engranaje, tenía que seguir funcionando y Denver con ella, como gusano atascado en la imperiosa necesidad de volar. Un nido puede llegar a ser el mayor obstáculo para dar un pequeño salto. Piénsalo, pajarillo, gusano, sin alas, no es posible volar.

Había que llevar una lombriz al menos para mitigar el día de los pajarillos inocentes que caminaban, pero aún no podían volar. La migra nos había cortado a todos las alas con su jueguito de la carpeta perdida, el folder que guardaba una identidad convertida en aire y transformaba a lo sumo en un vulgar carnet con un tiempo de duración de 90 días. La rueda circular, infinita, de un tiempo expirable, perdido, recuperado, repetido, insondable. Esas manos que manoseaban impunemente la identidad extraviada por funcionarios olvidadizos, flotaban como en un mercado público improvisando gestos que aún no tienen explicación. Trucos kafkianos, conocidos al dedillo por el célebre hijo de Praga, que recicló hasta donde pudo su fenomenal vida kafkiana, nuestra herencia.

• El birlibirloque de Limbo City

L
a escena de los inmigrantes, rostros atascados en esa atmósfera densa, manoseada por una realidad asfixiante, invitaba a no estar en el lugar equivocado, a dejar pasar ese paisaje enrarecido. Eran observados como hámster que giraban en la tómbola de su destino sin llegar a ninguna parte, sino a volver al principio de la nada. Vaya ejercicio Franz y tú quejándote en Praga, claro está, no sin razón.

El mar no miente/digan ustedes entonces la verdad/los muertos no flotan por casualidad/El mar Mediterráneo es un cementerio/en sus aguas ya no hay paz/la muerte africana se ha tomado las aguas/inmigrantes, gente sin futuro/que ha perdido todo/se ha echado a la mar/con sus hijos y libertad. Los cadáveres flotan/con sus ojos vacíos/sus manos vacías/sus cuerpos sin nada más que agua/La muerte les rinde homenaje/están en paz.

El espejo de la muerte, reflexionó Denver años después, se repite en cualquier parte del mundo y el hombre no está a salvo de la piedra que crece bajo sus pies y tropieza, invariablemente. África esclava, invadida, secuestrada, colonizada una y otra vez, partía a la muerte en alta mar. No hagas historia, se repetía, cruza el río.

 

Ningún gesto pasa inadvertido al espejo cuando le miramos fijamente, así los días en una simple balanza, suceden y declinan. No hay nada más viejo que ayer, como si le importara al día siguiente, un gesto rancio, abandonado en la nevera a su propia suerte. La migra está anclada en un espacio sin tiempo, los documentos son papeles, no identidades, no reflejan más que sellos sobre pequeñas páginas de los pasaportes, documentos estacionados en manos ávidas de dinero, francamente, mentes que sostienen el inefable universo de birlibirloque de Limbo City.

• Un poema en el aire de la memoria

Varado en un balcón, viendo pasar casi todo y nada, estaba allí Denver de un sitio a otro como un vendedor viajero, arribaba ocasionalmente a la provincia con el proyecto de sobrevivir. ¿Un suicida amateur? Sin papeles, palabra por palabra, la provincia le devoraba con zapatos y todo. Anclado en un hotel, el tiempo pasaba ignorando lo que tenía a su alrededor. Sobrevivir la provincia era la consigna en esos días y los primeros papeles legales se iniciaron allí, un sitio aparentemente más local para un trámite que terminó siendo un fraude provincial. La sociedad ficticia y los papeles que nunca tuvieron respaldo. Todo se hizo humo y fue convertido en un folio, una x a no despejar. Denver solo existía para sí mismo, el Estado y sus monaguillos de turno ficcionaban su realidad. La patria era su lengua, el lenguaje, una escritura muda, oficio para poner el pan sobre la mesa. Circulaba un escritor negro dentro de sí abrazado a su oficio, con las vísceras a la intemperie, a la espera de ser devorado el sueño por las hienas. Hay vicios que repiten su propia escena y se mantienen por pudor, volvía a ser el fantasma de cada día. La sábana de la nada le arropa sus largas noches de insomnio y escribe en el aire un poema de memoria para no perder el oficio.

En esto de los oficios, Denver vaciaba tinta sobre el papel, tecleaba frente a su rudimentario monitor de caparazón cavernaria, tomaba notas de toda la realidad posible, utilizaba los recursos de la memoria y lo que no le disputara más de dos miradas al presente. Trabajaba con la inmensa realidad circundante que se inflaba y desinflaba como un globo.

Inescrutables caminos de Limbo City

Inescrutable los caminos en Limbo City, los supo el día que puso pie en su aeropuerto, en las escalerillas del avión, bajo ese aluvión de fuego que le presentó el infierno cuando miró hacia donde podría haber llegado, sin más consentimiento que unas pobres circunstancias. Caminó sobre la quemante losa, respiró el aire asfixiante y llegó a un aeropuerto que olía a orines. Comenzó a entender que la realidad había cambiado y nunca más volvería a ser más real o más bien algo parecido a la realidad.

Denver que no era Denver/en esos días, se preguntó/a espaldas de Bogotá/la ciudad que abandonaba:/ ¿Què es el exilio?/y una lluvia de golondrinas/se durmió esa mañana/ en el paisaje/No tenía a dónde ir/venir, ni seguir/Respirar fue su mayor ejercicio/a partir de ese momento.

Todo se movía hacia un mismo lugar, como una estaca dividiendo una tierra de nadie o de los mismos de siempre. La aridez de un paisaje en pleno verano asfixiado, monótono, amarillo. Ahí la migra se untaba los dedos y bolsillos con los primeros papeles inexistentes de Denver, lo ingresaban al limbo de los registros perdidos. Una carpeta más sin respaldo legal, a fojas cero volvía el ciudadano de la City. Caía Denver en el depósito del olvido y entraban al país de un plumazo cientos de chinos con apellidos locales, residentes, protegidos por una irresistible dosis de moneda verde. Un cañonazo que derriba cualquier norma, la absurda legalidad para quienes siguen reglas estúpidas.

La rutina era mirar hacia el lado sin chocar la nariz contra la ventanilla, ni torcer el cuello de manera ordinaria. Todo lo demás seguiría siendo tiempo muerto para beneficio del aburrimiento. La teoría de torcerle el cuello al cisne, es otro asunto, requiere de algunos trucos propios de la metáfora.

No se movía un papel/sin el consentimiento de la mano negra/y peluda/el hongo podía devorarse el silencio/de una burocracia engrasada de manos invisibles/el mercado operaba al mejor postor/de pies a cabeza/fluía el mal/a vista y paciencia de los bien cuidados/documentos/en el altar del olvido.

Entre la provincia y la ciudad transcurría el tiempo perdido, una realidad secuestrada mecía la cuna de un puente a otro puente. A veces el hilo conductor son cenizas que debiéramos revivir, pero quizás es mejor un nuevo fuego. Volver a Limbo City era un retorno circular, la mirada al ombligo de un ángulo diferente sucedía como una manera de deambular por un mismo paisaje humano y natural, repetido hasta el hastío, como si la moneda tuviera una sola cara.

• Una leyenda del horror

Presentar el tiempo que se está viviendo, ese hoy maravilloso que solo le pertenece al instante irrepetible y ahora me encargo de interpretar a Denver, darle la mano, no es un tiempo para la memoria, solía repetir, como desenfocándose de la fotografía real. No era mucho ni poco decir, sino constatar diferentes estados, de tiempo y ánimo. ¿Era volver al principio? Cuando no se está cómodo del todo, se vive un tiempo circular, repetido, sin paradero fijo. El clásico minuto del malestar, ese que te pone mala cara al despertar y no se va hasta la noche.

Amigo lector, ¿usted se imagina realmente al personaje ajeno a sus propios actos? Cómplice en verdad de su propio malestar. No es poca cosa dejar que los talones te pisen tus pies, casi con la inocencia del camino equivocado.

Lo recomendable por esos días era no torear el destino, ni salirse del formato que sugería el sentido común. Denver se dejaba llevar por la ciudad en un automóvil que le enseñó a manejar y conocer la City desde la perspectiva del movimiento. Los retenes de ese entonces lo detenían en la medianoche y en ocasiones se daba a la fuga a riesgo de quedar sembrado en la avenida. Sobrevivía de a vaina, decían algunos y el mismo sabía que era así. No tenía más opción que enfrentar estos espacios y tiempos irregulares. La noche era algo más que un ejercicio para solicitar licencias, tenía el propósito de hacer caja.

Cuando salía en estampida, como un bisonte en peligro en el Oeste, al final de la travesía recordaba el día en que un cómico visitaba un país en dictadura para entretener a la tropa con sus chistes y buen humor. Fue una noche sembrada de retenes, toque de queda y una suerte de bandos militares que detenían el tiempo y la vida. No hizo el alto y un francotirador le voló los sesos. Fue un hecho para no ser olvidado y que terminaba con la comicidad frente al poder absoluto. Disparaban y después averiguaban quien iba allí camino al ataúd. El poder absoluto es absolutamente mortal. Este no es un pasaje bíblico, precisamente, pero se transformó en una leyenda del horror.

El falso vuelo del ghostwriter

El mecánico que daba oxígeno y nueva vida al viejo automóvil de Denver, recitaba el antiguo y nuevo testamento entre los hierros de un modelito que su dueño manejaba sin gasolina, ni licencia, cuando sus trabajos de escritor fantasma le permitían ganar unos dólares. Hablaba de los justos con las manos engrasadas y teorizaba que las carpas sostenían con vida al país pecador. Sabía que el precipicio se hacía a un lado ante los que mecían la cuna del poder.

Denver ya era un free lance que remaba en un barco de papel sin velas ni viento. Se miraba en la apestosa marea baja de la bahía, agua estancada, restos de un mar maloliente, la vista inmunda de una clase fenicia poderosa. La fetidez del poder puede desembocar en aguas aparentemente mansas, pero putrefactas. En su diario deambular, Denver mascullaba al oído del mar, flor de paisaje. Le revivía mirar más allá del horizonte que le permitía un mar que prefería la calma ante cualquier otro desafío que desafiara el paisaje. Todo, o casi todo, se había convertido en un viaje inútil, en la visita alucinante, fagocitadora de la migra oliente a pescado podrido, a rostros apanados por la espera, los días dudosos, infructuosos, simplemente circulares, viciosos. Qué titular de película: atrapado sin salida, con el genial Jack Nicholson, aparentemente atrapado en su propio olvido, dicen, ahora que no recuerda siquiera al Guason de Ciudad Gótica. Sí, el Joker que enfrenta a Bat Man, el héroe murciélago.

Denver tenía algunas ofertas laborales, contratos ocasionales, sobre todo ofrecimientos que no llegaban a puerto, no superaban las buenas intenciones y se aproximaban más a las malas, al simple engaño, ese viejo truco del después te pago o te ofrezco tanto y después te corto. En ese ir y venir, del diario vivir, tuvo la oferta del siglo, aparentemente algo creativo e interesante. Una línea aérea, no dejaba de ser insólito el tema, casi una burla, porque no tenía cómo ni con qué ni para cuando viajar. El gerente, un mulato astuto, le propuso hacer un libro sobre las anécdotas de los clientes de la aerolínea. Una propuesta interesante, atractiva, original, se dijo Denver. El invisible volvería a su papel de ghostwriter, en una de las líneas más cordiales de la región. Tú lo escribes y yo lo firmo, dijo el gerente con voz de sobrecargo, casi una inocentada en pleno vuelo. Desde luego no había paga, sino la emoción de conocer los testimonios, de ser partícipe de esta aventura editorial. Quizás algunos dólares de la venta, si ello ocurriera y no se sabría cuánto le correspondería. Otra aventura y esta vez aérea, volátil, por las nubes. No hubo aterrizaje.

En la migra, las almas migratorias vivían en el limbo. No disponían siquiera de esas improvisadas carpas. Allí, se cocinaba diariamente un paquete de destinos sin paradero. La importancia de cada caso la marcaba el tamaño de la coima, la tradicional mordida. Sálvate, sálvate, quedaba en el eco de un Denver decididamente escéptico. El Ejército de Salvación manejaba su discurso en la otra esquina del destino escrito de Denver. Se paseaban con sus uniformes de enfermeras deseosas de salvar almas enfermas casi levitando en puntillas para no despertar sospechas que el mundo está a punto de bajar el telón.

En la migra el tiempo no pasaba/solo la gente circulaba/detenida frente a una ventanilla/solicitando algún papel/una firma/lo que fuera para avanzar/y salir de un andén sin tren/La migra tiene y se toma su tiempo/para verificar que va a demorar/y no dudará en enredar/lo que permita continuar/La migra está consciente/que no es negocio firmar por firmar/hay que esperar/hasta que llegue la orden/que el papel no está.

Los letrados e iletrados pululaban junto a sus víctimas, sangrándoles los bolsillos, vampirizándoles su entorno, con la avidez de silenciosos asaltantes de caminos. Encorbatados o en camisillas, algunos son meros mensajeros, tutores de trámites espurios. Funcionarios de la ley del embudo, pequeñas sanguijuelas del sistema, vivaces carroñeros del expediente oculto y extraviado en sus manos. Cumplen su turno de circular los papeles lanzados a una ruleta rusa. Qué acto fallido más perfecto, Sigmund querido.

Sí, los había cojos, maltrechos, de manos sudorosas, rostros ávidos, con un paciente enfrente petrificado en un gesto coagulado y esa atmósfera que es nada más que bullicio próximo al murmullo, a una cháchara insulsa, tan falsa como un ortopeda de pueblo. Señoritas curvilíneas también con el derecho y el revés en la mano. Es un pastel grosso, inagotable, líquido, gota a gota, un banquete para Platón.

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DATOS DEL AUTOR:


Rolando Gabrielli nació en Santiago de Chile.Estudió Periodismo en la Universidad de Chile. Ejerció hasta el 11 de septiembre de 1973 en su país. Fue Corresponsal Extranjero en Colombia y Panamá (1975-79). Funcionario Internacional durante una dècada, Editor de una publicación científico-técnica y económica, con circulación en 56 países, columnista de la revista alemana D+C (1979-89). Escribió para varios periódicos panameños como Analista Internacional y trabajó en el programa de la Unión Europea-PNUD, Tips On Line. Asesor en estrategias empresariales, editor de Suplementos especializados, ha trabajado y lo hace actualmente en marketing. Trabaja desde hace casu dos dècadas en una reconocida empresa de arquitectura. Hace màs de 20 años se inició en Internet. Ha publicado dos libros de Poesìa en Colombia: Entre parèntesis, amor y Los Poetas de Chile. Tiene varios libros por editar: poesía y prosa.