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Los papeles perdidos de R. Denver [2ª parte]
Rolando Gabrielli
17/09/2018


Una fea edificación en forma de tómbola

Una escena digna del desterrado Dante, sobre una comedia absurda. Denver se movía con algunos plásticos en forma de cédulas, pero sin papeles para trabajar. Era un rectangulito como una orientación circunstancial para caminar por las calles y no te atropelle la policía más de la cuenta. No te pidan soborno en los retenes, porque tú formas parte del círculo vicioso de los sin papeles. Es un seguro para que no te pidan un salve. Qué palabra maravillosa, te quieren salvar, así de la nada, y tu deber es dejarlos hacer su trabajo, el rescate de estos ángeles endemoniados. Tu bolsillo forma parte de su acto angelical, ábrelo con vocación de cooperante de una ONG.

A la salida de la migra, una fea edificación en forma de tómbola, se plantaba ocasionalmente un hombre sombra, por su delgadez y color, y en su sermón gritaba una frase mágica como si se tratara de detener una bestia desbocada: ¡para de sufrir! Era una orden muy convincente, pero refrendada como un slogan vulgar y corriente. Todos estábamos en algún viaje sin boleto y con esa sensación de no partir a ningún lado. Entraban y salían clientes y abogados por una misma puerta sin salida. Horas de pasillos y ventanillas, gente atascada, cero definición, alta densidad de habitantes por metros cuadrados, oxígeno restringido, la migra acomoda su dominó en un tablero de ajedrez que conoce de memoria. Las piezas
inmóviles, atornilladas, peón contra peón, torres en las esquinas, alfiles dispuestos a atacar, el rey y la reina a la espera de algún movimiento, caballos sin amos, libres como nacieron para correr contra el viento.

  


La Bestia bufa con su carga clandestina

Sentado en una de las butacas dispuestas para la espera y el olvido, soñaba Denver con la llamada Bestia, el tren mexicano que viaja con las almas en vilo de los inmigrantes de Centroamérica y México hacia Estados Unidos. Personas atravesadas, humilladas por la miseria y la marginalidad, ascienden como ángeles pobres perdidos, a un tren que no se detiene ni ante la muerte. La Bestia bufa con su carga clandestina sobre sus hombros y no reconoce la suerte de nadie. Ahí se pierde la vida en un abrir y cerrar de ojos, cuando se busca ganar un sueño. Paradojas de la vida y de la muerte. Cuantas cruces, santuarios, almas en pena, cuerpos perdidos, mutilados, violados, a lo largo de la vía férrea, en el desierto de Arizona, sobre el Río Bravo, más allá, más acá del muro que divide a los Estados Unidos de México de los Estados Unidos de Norteamérica.

La muerte tiene un tren favorito/no cantes, no cantes/deja que los rieles deslicen la carga y los sueños/vayan parejos, soplando el viento/colgando los cuerpos/Los sueños/detrás del brillante sol/que amenaza con apagarse frente a la frontera/y nadie va a despertar al mundo de un chasquido de dedos/sin antes cruzar el muro.

La Bestia es el más endemoniado viaje inter fronterizo, un naufragio accidentado, colosalmente salvaje, un animal de hierro cargado de suicidas, la mercancía reconocida como mano de obra barata, es la baraja del azar del pobre, miserable, del paupérrimo que no tiene otro camino que rifársela como un ángel sin alas, encaramado a penas con su suerte en el techo de esos vagones que conocen de memoria su destino y no garantizan nada más allá del fin de su viaje incierto para el pasajero.

Bufa, bufa el animal/metal sobre los rieles de México/nadie da un centavo por la mercancía humana/ los vagones no se hacen cargo de sus viajeros/ Ahí se sube la muerte y ellos van cantando/en el viaje los vagones no muestran cansancio/Llevan lo puesto y algunas cosas esenciales/los sueños que les antecedieron/ a miles de otros sueños/van soñando sus propios sueños/La Bestia hace siempre un mismo recorrido/el viaje es Itaca para estos Ulises/algunos saben que no llegarán a destino/ el muro de Troya les espera/el desierto y un río Bravo/los insaciables monstruos/que la muerte pone en el camino.

 

• Como si doblara la voz detrás de un espejo

Su paso era un ejercicio temerario para su propia sombra y oficio. Lo cuenta con una risa expectante, de cine mudo, como si doblara la voz detrás de un espejo y no se quebrara con la risa. Así de asombrosos, paralizantes, pasaban esos años. Miseria legal, despojo sin pertenencia, olvido a la violeta. Denver era lo que el retrato de una acuarela dibujaba deslavándose a la orilla de una historia fugaz. Todo puerto es tránsito y refugio. Sin papeles, el muerto civil adquiría corporalidad, era la evidencia de su propia invisibilidad. Probablemente no había delito para la autoridad, sino la cotidianeidad de un tránsito por cumplirse en algún tramo o trámite de la vida.

Denver entraba y salía de la migra como un documento más, extraviado, inmóvil volvía al mismo lugar de la muerte civil. La atmósfera tenía ese encanto de ser siempre la misma, unos cuantos metros cuadrados saturados de gente, que esperaban el documento perdido, que saliera humo blanco y se proclamara urbi et orbi, que seguía alguno de los trámites extraviados, por cuenta de la manipulación del azar y del ejercicio de la sagrada institución del juega vivo.

Estoy encarpetado/soy un papel/pero tengo un nombre/una identidad/no puedo ni hablar/confundido con otros tantos/igual que yo/anónimos/esperando un sello/una mano que abra la carpeta/y nos ponga a caminar/Estoy tullido de tanto esperar/ciego/sordo/mudo/porque me han mandado a silenciar.

Un carnet tapaba otro y el tiempo aturdido, personal, resoplaba una y otra vez hasta el próximo carnet que actualizaba el anterior y el de más atrás y otro igual con distinta fecha y así para seguir viendo caer la lluvia y aparecer el sol por un tiempo prefijado. Tanto plástico para un tiempo movedizo. Demora décadas en degradar este material veleidoso, contaminante, arrojado a un bosque o un río. Todo un símbolo de permanencia, flexibilidad, este subproducto del petróleo, criatura de la contaminación. Ahora, devenido en ligero, sutil, provisional documento.

 

Eso es cuando había carnets, cédulas de esa identidad pasajera, volátil, por ahora, tan efímera como pedirle continuidad a la palabra fin.

• La cuerda floja del sin papeles

Salía y volvía a entrar y salir con las manos vacías. Caminaba por las mismas calles sucias, sin sentido. Conocía a todos los directores de la migra, desde el negrito de zapatos lustrosos y caminar erguido, bamboleante, supremo, al gordito inescrupuloso de dedos infectados con hongos que mantenía su escritorio como un bazar digno de un comerciante fenicio dispuesto a tranzar con la identidad que se le pusiera por delante o detrás. Hablar con la máxima autoridad para un indocumentado, se transformaba en la pequeña ceremonia de la farsa. Un poco de oxígeno para mantenerse en el camino de la sobrevivencia de una dudosa legalidad, ese ejercicio de permanente cuerda floja del sin papeles. Salir de ahí con el plastiquito era dar un paso delante de la agonía sabiendo que a la vuelta de la esquina te volvería a agarrar con las manos en el vacío.

El hombrecito de la fotocopiadora en la calle frente al edificio principal, por ese entonces, hacía su agosto en este mercado de papeles que van y papeles que vienen, certificaciones que se repetían una y otra vez, con sello y firma como si fueran una garantía. Tiene que volverlo a sacar, son dos copias, no lo olvide, el informal sobrevivía de la farsa, de una manera ejemplar el capitalismo generaba trabajo, el sistema demostraba su vitalidad. Denver, lejos de improvisar, algo sorprendido, salió en uno de esos días de avance burocrático aparente, a buscar un par de huidizos sellos al puestito de la fotocopiadora. Ese territorio de la falsa legalidad, fronterizo, callejero, inocentemente servicial. El hombre le miró con ojos casi ruinosos, ya conocía su rostro de memoria repetido en la eternidad del trámite. Para él era lo que se llama un habitué. Medía a sus clientes tan solo con mirarles, escucharles con la mínima atención que venían por más papeles y papeles.

• Las más belicosas son las hembras

La realidad asquerosa le pasaba la cuenta a Denver, pisada tras pisada, sin ninguna garantía. El aire estaba infestado de algo parecido a la mala leche. Y qué fe en el plástico transitorio tenía la migra con sus dedos mugrosos, arbitrarios, impunes. ¿Plastificaban algo de nuestro tiempo o identidad?, se interrogaba. Llovían baldes de agua del cielo o descendían rayos solares enviados por un poder poco piadoso. Después de la lluvia el vapor subía desde el mismo infierno y envolvía toda la atmósfera. Volvíamos a nacer como en una pecera sauna. Algas, helechos, ya éramos parte de la flora. A los hongos se les veía sonreír en los lugares más discretos y poco ortodoxos. Los mosquitos viajaban en sus propias naves e inadvertidos picaban cuando lo estimaban necesario. Les encanta divertirse con la piel ajena. Son sádicos los cabrones y los descubrí la primera vez que pude mirarle a los ojos. Tenían dibujada las arrugas de la sonrisa. Así mismo les llamé, cabrones y creo que aplasté más de alguna carcajada. A nadie le agradan unas risitas burlonas que pican y se van. No todos tienen el mismo humor, es lo que debieran saber. Plaf, plaf, plaf y parten a reír al más allá. Es por un instante, vuelven con más refuerzos. Las belicosas que pican son las hembras. La sangre que consigue de sus picadas en los lugares más incómodos, alimentan su reproducción. Donde mejor les va, es en los sitios húmedos con altas temperaturas. Se esconden en lugares oscuros, agazapados para salir de la nada y joderte. Hace 200 millones de años que los mosquitos zumban por el mundo, vienen de un planeta arcaico, primitivo. Son jodedores universales por naturaleza, desde que se levantan con su cuerpo, alas y cabeza de mosquitos. En el lago de Ontario, por ejemplo, durante el verano canadiense, millones de mosquitos subidos a sus nubes de mosquitos se adueñan de sus bellas aguas desde tiempos inmemoriales. Sobreviven probablemente sus huevos a los gélidos inviernos canadienses. No es trópico precisamente ese lugar. Les gusta joder en cualquier parte del mundo. Eso me parece lo más real y puede ser su oficio más que una virtud.

• Los sufridos pueblos olvidados

Una de esas mañanas de trámites, Denver se puso a mirar un tatuaje desafiante sobre una espalda descubierta, recta como el agua quieta de un estanque. Podría ser asiática o escandinava, reflejaba un mismo paisaje glacial. La culebra libre serpenteaba desde el esbelto cuello al final de la espalda. Todos los enigmas en una habitación asfixiante con una ventanilla y unas butacas para esperar la eternidad. La china salía desde el fondo de un arrozal destilando agua y una juventud envidiable, de espalda a una montaña verde, la otra, congelada como una virgen danesa, viajaba en el azul de sus ojos azules acerados por la espera. Algo inquietante asomaba en una mañana que calentaba su propia caldera del diablo. Me hubiese gustado estar viajando en tren, en este momento, se dijo, aislando la atmósfera de ese instante y el espacio con todos sus inquilinos incluidos. Un viaje de verano al sur, deteniéndose en las estaciones con nombres mapuches, Colllipulli (Cerro Colorado), Traiguén (Salto de agua) Temuco (Agua de temu). Viendo pasar las estaciones, esos andenes que el tren conoce de memoria como los pasajeros habituales con sus ponchos gruesos y el silencio taciturno ancestral de los mapuches aún en guerra por sus territorios despojados por el hombre blanco. Cruzaban las miradas de sí mismos los sufridos pueblos olvidados, civilizados por el despojo, la muerte y las leyes arbitrarias. El gris de un amanecer frío cortaba el aire de esos andenes a la mano de un Dios severo. Paisaje sur, extremo, cargado de nostalgias de veranos espejos de memoria. ¿Qué se siente ser extranjero en su propia tierra? No estar en tu lugar de nacimiento, en tus tierras, siendo de ahí no perteneces más que en el despojo. Un sin derecho más en el mundo. Alguien que respira porque la autoridad lo deja respirar. Denver no se miraba el ombligo, sabía que su caso se repetía con papel de calco y algo más por un mundo donde la justicia es como una barra de jabón que se desliza una y otra vez de tus manos y nunca la puedes agarrar del todo.

 

• Bufaba el animal metálico

La imaginación viajaba en la Bestia, ese medio día tan inútilmente repetido, biografiado en sí mismo. Bufaba el animal metálico sobre los roncos rieles del ferrocarril mexicano. La vida, aferrada con dientes y muelas sobre su agitado caparazón, como solo sabe hacerlo la vida ante la desafiante muerte. Toda la pobreza del pobrerío se arrimaba a los tramos más feroces de la vida sobre estos vagones sin dios ni ley, disparados a la suerte mexicana. El tren llevaba su propio destino desde que iniciaba su conocido recorrido, eran los pasajeros circunstanciales quienes sabiendo su destino, desconocían si lo alcanzarían. Eso es más que una apreciación, un riesgo real, asumido sin ninguna explicación, más bien como un desafío que la vida imponía a alguien que no tenía otra elección.

Después de todo estar sentado en la nada, en las sillas de la Migra, era un verdadero relajo de la vida comparado con esos inmigrantes que se retrataban en la muerte como si fuera el último selfie de sus vidas. Les esperaba un gran río, el desierto, un muro, la policía fronteriza, un destino perro. La muerte civil parecía un inútil engañoso juego de posibilidades. Azar, nada más que azar, un poco de futuro, más bien de ilusión.

La prórroga del carnet de permanencia transitoria, como el arte de la agonía, se había transformado en un oficio depurado para el soborno, con esa inocente alegría del deber cumplido. Vivía Denver la identidad pasajera, el cristal del yo a punto de romperse. El juego de la muerte civil es el tránsito de la realidad a la ficción jurídica. Denver patinaba en esa pista de hielo que puede llevar los pies tan lejos como un sueño que se desliza sin fin y pareciera no detenerse, ser solo movimiento, movimiento. Del otro lado del juego, la prórroga siempre es un centímetro más de agonía, esa indefinición perfecta de no te agites aquí estoy para salvarte por unos instantes, si pasas por caja, hermano.

• El tiempo pone los días en fila india

Las cajas con carpetas, expedientes abandonados asomaban lánguidas e inquietantes. Ahí podías estar tú Denver, encarpetado for ever, manoseado por el olvido y la mala fe, una frase local que te venía al pelo. Disfruta lo que sueñas y no ves. Un tiempo denso, gelatinoso, ni para adelante, ni para atrás, ese vaivén de que solo nos estamos moviendo en el mismo lugar sin avanzar. Horas y horas, pasaba el licenciado cojo, con su mirada de acción oeste, como esperando la llegada de Gary Cooper a la estación miedosa del ferrocarril. La ansiada hora señalada.

Denver abandonaba las oficinas con su tarjetita de circulación como un boy scout con un recorrido prefijado en el tiempo: tres meses. Al término de ese lapso retornaba al casino migratorio a jugar a la ruleta rusa del tiempo de nunca acabar. Las cajas asfixiadas de carpetas, archivos y toda esa estantería atiborrada de expedientes olvidados o más bien aguantados. “Estamos buscando”. “No aparece”. “Son tantos” “¿Recuerda algún número, una fecha”, ¿Está seguro que lo presentó aquí? ¿Por qué no vuelve a reiniciar sus trámites, así estamos seguros? Los ojos que miraban a Denver, eran los de un cocodrilo en un pantano, seguros que alguna presa volvería a caer y después vendrían las lágrimas de cocodrilo.

 

Detrás de los años siempre suele haber un poco más de historia. El tiempo pone los días en fila india y los pulsa casi con su índice acusador. Pareciera escarbar en la memoria como una urraca frenética y ciega.

Una ficha en las arcas migratorias, viajaba con su propia ruleta hacia un mismo retorno, compartía la prisión del azar y una abusiva ilegalidad. Si, el veleidoso mar de fondo de una autoridad envilecida, contrastaba con la cálida atmósfera del paisaje. Una y otra vez en la antesala migratoria como en el juego de Metrópoli, donde nada te pertenece. Vivía agazapado en la nube que una mano ociosa dibujaba como si fuera su destino.

• Deshojando margaritas en Limbo City

Estuvo sentado en la antesala deshojando ociosamente margaritas en Limbo City, y me pareciera estar viéndole mezclado con chinos, indostanes, colombianos, norteamericanos, peruanos, dominicanos, venezolanos, uno que otro europeo y negro del Caribe. Era un lugar pegajoso, un paraíso del tedio, hedía a desconfianza, a carpetas sin nombre. Papeles convertidos en humo, un encuentro desafortunado con el no lugar, extranjeros, gente de ninguna parte. Un menú de tránsito y anclaje no buscado. Como para quedarse pensando en la inmortalidad del cangrejo. Un magnífico lugar equivocado.

Un chino disminuido, garabateado en sí mismo, recostado en una pared, miraba a Denver como desde el medio de un arrozal y no se sabía del todo si estaba ahí desgranado, solo, como las horas muertas, o la mafia le había enviado a realizar algún trámite de rigor. A algunos habría que escrutarlos en el grado de gran zombie o de simples pasajeros en búsqueda de sol, playas o selvas que habían visto en películas. Detrás de las ventanillas, negras y mulatas con los brazos gruesos desnudos, manos con sortijas y anillos baratos, hojean, mueven, encarpetan papeles, abren expedientes, sellan pasaportes, congelan el tiempo, las salidas y entradas, las estadías, todo movimiento, y otorgan el carnet temporal a los residentes con hijos y nietos nacidos en el país, a casados con nativas, comerciantes oportunistas, prostitutas, peluqueras, empleadas domésticas, técnicos con alguna especialidad permitida por la ley, dueños de sociedades anónimas, visitantes de paso, mochileros de albergues desconocidos.

La migra administra oficios e intereses, depila sobacos y afeita hojas de servicio, maquilla perfiles, archiva para su vencimiento y llegar a ese climax de volver a empezar, a rehacer papeles y tributar al fisco, abogados y asistentes, para reiniciar ese aprendizaje que Ulises practicó hacia Itaca con otros fines.

• Papeles, simples papeles

El recuerdo que se tiene de Denver en los pasillos de la migra es nítido: ágil por las escaleras, probando músculos de juventud, desplazándose por esas ventanillas y mesones donde el caos burocrático se instruía asimismo con una eficacia de espanto. Vagaba impulsado por una fe en todo lo aprendido en los catecismos y lo perdido en bares y puertos, amores de adolescencia que la pequeña historia personal archivó en algún lugar. Vagar de un sitio a otro, con un certificado de inexistencia legal, un sello en la frente: No existe. Resistir era el verbo, casi un pasatiempo, como si no existiera otro tiempo que el inexistente. 17 largos años en el pasillo de la muerte, no era poca cosa.

Viajaba con sus ojos frente a una ventanilla y el cuerpo de Denver giraba como las aspas de los gigantes de Alonso Quijano, rumiaba ese agridulce sabor de la impotencia del sin papeles. Nadie tenía una respuesta y se reían detrás de las aspas cuando un expediente desaparecía o aparecía en fecha expirada. Son tan delicados estos papeles, como productos farmacéuticos que requieren una temperatura ideal. De lo contrario, se evaporan, entre manos y manos de abogados, villanos de un mismo juego.

Papeles, simples papeles/de mano en mano/nadie los ve/ni los quiere ver/ ¿Por qué permites que me llamen sin papeles?/Revélate y busca tu dueño/porque tienes un nombre/no permitas la muerte civil/tú sabes quien soy.

• Un transplantado detrás de los cristales

Esta conversación, un verdadero monólogo lo escuché de primera mano en un bar frente al mar, con el inimitable ruido de copas y acento de bares. La City no tenía ni de a vaina los rascacielos que tapan hoy el mar con sus cristales y columnas de acero y cemento, esa modernidad arrogante que congela hasta las buenas costumbres. Se pierde la brisa marina en un mar de obstáculos arquitectónicos y la naturaleza retrocede hacia el océano. Los ojos sobre los rascacielos privilegian la vista a unas aguas que se distancian cada vez más de quienes caminan distraídos frente a un mar imaginario. Paredes verticales de cemento que ignoran la ciudad y la siluetean, murallas que miran absortas un mar que piensan les pertenece y bloquean con sus cuerpos sólidos, esbeltos, otras miradas que nunca serán las suyas.

Denver saldaba alguna cuenta con el pasado, pero daba a entender que había más. El futuro siempre está presente. Y esa frase rotunda que lo sabe casi todo: “es lo que es”, no deja lugar a la imaginación. Hay palabras que saben más que la historia de uno mismo. Se atraviesan casi como si tuvieran respaldo en oro, en tiempos decididamente plásticos.
Si algo conocía de Denver o creía conocer, era un par de cosas. No era un inmigrante a secas, más bien un transplantado. Siempre supo, eso intuí el primer día que lo vi dictando cátedra del no lugar, sí el sitio equivocado. Se sentía atrapado en Fenicia, una mercancía más. Un espacio sin tiempo, de paso, ideal para la no permanencia. La contradicción de todas las contradicciones, respiraba por él. Ahora entendía por qué le bautizaron Limbo City, el espejo donde nunca encontraba, ni encontraría su rostro.

 

• La gran metáfora del viaje

Denver mantuvo su maleta siempre lista, se transformó en un acto fallido, la gran metáfora del viaje en la memoria, de espléndidos paisajes de la infancia, nostalgias de un paraíso perdido, extraviado para siempre. En un lugar de encrucijada, él era su propia encrucijada, esa ecuación que es más, menos, nada. Sal y agua de un camino inexistente, trazado como una trampa para cazar conejos. Hay viajes que parecen ser solo de ida, el destino tiene su propia agencia de pasajes.
El transplantado es un desinstalado por naturaleza, no deja de escuchar ruidos, vivir antiguas atmósferas, sentir olores, tocar texturas ya conocidas, es un memorioso viajero de su pasado, lo vivido, un recuerdo que no requiere traducción. El cielo, ni las nubes son las mismas, pueden tener el mismo color, pero el lugar es distinto.

Dejó correr su vista morosa, una señal de que hablaba la memoria. Todo en pasado, pudo llegar a pensar. Presente repetido como un saca corcho de una botella vacía. Le vino al pensamiento sus días de oficio de periodista, una profesión ejercida contra viento y marea, a capela, en tierra de nadie, casi de contrabando, otra en el sublime pedestal de las estrellas. Esta es una historia que me contó Denver, una tarde lluviosa que los cristales de la vieja cafetería dejaban ver el mar sin que las distancias marcaran ningún horizonte ni preocuparan las horas. Un tiempo real para una historia que parecía anclada en la ficción, pero había que dar un espacio, a nuestro Denver, tenderle una mano, escucharlo atentamente por este ya meritorio recorrido por la vida. Las nostalgias por lo vivido no se apilan en un rincón de la casa, ni forman parte del desecho de la vida. Denver quería dar a conocer esa historia y quien se puede negar, más bien uno se hace cómplice, no por compasión, sino por interés estrictamente literario y vivencial. Los parroquianos también vivían su ficción-realidad, el chisme político se prendía en una larga mesa de cófrades, acariciaban la comidilla diaria, esa reliquia en que se transforma lo insustancial, aquello que tiene un interés efímero, más bien es pasatiempo y no va a cambiar ni agregar nada a nada.

• No hay tiempo, capitán

Denver era inspirador, permítanme elogiar un poco al personaje, a mi propia cuenta, y les confieso, reitero más bien, no puedo afirmar que su historia sea verdadera, a veces, se llega a un estado más próximo a lo irreal y aun así no se puede tener certeza alguna. Pero tiene más importancia el relato, cualquiera sea su veracidad, que lo que podamos pensar de su origen. La realidad y la ficción hoy trabajan juntas, son solidarias, a veces, una enreda a la otra, pero pueden ser inseparables cuando de literatura se trata, oficio que no miente, pero pone a pensar de muchas maneras. Lo importante es disfrutar la historia, correr y vivir la aventura con los personajes.

El mismo Denver se aventuró aquel día que se convirtió en el Sub Director de un flamante periódico en formación. Nada más apasionante, se dijo, que partir de cero. Comenzar por el abc, dar esos primeros pasos donde todo es nuevo y el misterio produce ese encanto que el puerto está bajo niebla, desconocemos la distancia y los riesgos están en la travesía. Se izan las velas como un maravilloso albur en plena mar, azul y vibrante. No hay tiempo, capitán.

• Pujaban por el nacimiento del diario

Las instalaciones de un viejo, céntrico, abandonado hotel sirvieron para este aprendizaje de hacer un diario, producir este antiguo instrumento de comunicación, aún no amenazado por Internet. Denver recuerda claramente el primer día cuando ingresó a su oficina y recorrió el edificio en su totalidad. La suya, era el típico cuarto con baño propio y una ventana con cero paisaje. Venía de la muerte civil, estaba instalado en ella, pero le caía un trabajo del cielo para continuar su anónima sobrevivencia, como si la vida comenzara a sonreírle un poco. Vivir del oficio, estaba a sus anchas. El personal se veía satisfecho, se sentía importante, entraba en funciones específicas, se desplazaba por las alfombras del viejo hotel como si se tratara de una sala de urgencias, y la primera tarea consistió en editar una revista. Obtener un producto, ese era el mensaje de la gerencia y se afiebraron las mentes para lograrlo, comenzaron a hacerse pruebas, buscar el color fue un arte del ensayo error casi perfecto, simplemente no se encontraba el tono, el cerebro no resolvía la ecuación de interpretar las señales nerviosas donde llega abundantemente la luz. Una revista aparentemente experimental de lo que no se sabe que es, ni será, ese híbrido del ejercicio caprichoso que no le da importancia al tiempo invertido, sino que nace de una búsqueda quizás absurda de algo innombrable.

En paralelo, todo el staff pujaba por el nacimiento del diario, una tribuna de papel que cautivara al lector desprevenido, ese que no espera nada y de pronta engancha como un pez el anzuelo de una información distinta por lo diferente, novedosa por lo nuevo y así sucesivamente, entonaba estos conceptos la gerencia como un himno sugestivo, irrefutable, inefable.

• Mundos paralelos

El personal navegaba prácticamente en una de las alas del viejo hotel abandonado, mientras Denver visitaba a los soldados que afinaban la estructura del diario, que iba a llamarse de manera creativa, El Periódico, para que nadie se confundiera en el oficio y menos con el producto.

En las horas muertas, cuando se respiraba algo de tranquilidad y las alfombras permanecían inmóviles, sin uso, Denver se sentaba frente a un gran ventanal que daba a un edificio aledaño y observaba como un indostano se paseaba en un amplio balcón de un lado a otro sin detenerse.

Algo decía entre labios y quería anunciar, o veía y no quería decir, lo confirmaba con la certeza de su paso y la angustia al mismo tiempo. La mente de ese hombre no estaba ahí, era algo preocupante. Si el cuerpo no se detenía, los pensamientos seguramente eran más raudos que una escopeta de cazador furtivo, se dispararían donde él no los pudiera alcanzar y menos detener.

Jugaba con dos planos Denver, el hindú montado en su travesía que le marcaba alguna ansiedad removida por su psiquis y él, que cerraba los ojos por momentos y se trasladaba en medio del bananal, buscando algo de libertad, como en los viejos tiempos. Había que haber estado alguna vez allí sudando, cercado por los tallos verdes, entre surcos, en medio del silencio para comprender que ese era todo el espacio existente en ese momento.

• Una entelequia en el imaginario

Concluido el descanso, volvía a funcionar la maquinaria invisible de El Periódico, una especie de diario imaginario que no encontraba el papel, que probaba programas, ajustaba las Macintosh, y discutía su perfil en las oficinas refrigeradas. La filosofía del impreso, esa entelequia que se dibujaba en el imaginario de cada uno de los periodistas, personal técnico y sobre todo, de los directivos que intentaban probablemente legitimar una cierta legalidad e imagen. La rueda fue hecha para rodar, el genio que la inventó, lo sabía y las mentes detrás del impreso invisible, conocen de esos juegos que van más allá del lenguaje y del incesante viaje de las palabras, pueden convertirse en simples piedras en el camino.

Los hilos de los hilos hilaban interminables, invisibles Penélopes, que asomaban con pasos sobre silenciosas alfombras, detrás del gran telón, de la puesta en escena de esta magnífica y desconocida obra que comenzaba a gestarse una y otra vez más allá, aparentemente, del más allá, porque era un espíritu flotante, la entelequia perfecta.

Oye, Denver, óyeme,/sin rencor, el tiempo acomoda todo/o casi todo,/
la atmósfera, los pequeños ruidos,/la vida sencillamente va pasando,
a un lado echa lo que nunca sirvió, ni servirá.
Pone la mesa para celebrar nuevamente/ esas pequeñas cosas/que son parte de otra parte y de todo.


• La Banfield, una pasión insospechada

Denver era un lector insaciable de las crónicas de Silvia Banfield. En los ratos de ocio, las aventuras de SB, se transformaban en una pasión insospechada. La Banfield desmenuzaba la realidad con escalpelo y dejaba al lector que continuara operando, interpretando el cuerpo de la información y sus partes, por su cuenta. Una actitud, entre forense y poética, porque dejaba correr la palabra hacia su propia deriva. Siempre le pareció a Denver una buena idea recomendarla a la redacción para que editara sus crónicas a su estilo, pulsadas en directo con la realidad y lo que hay detrás de ella. Era una idea, pero también un riesgo, derramar miel donde había hollín y lo que se alentaba como un arcoíris era un negruzco pedazo de tierra árida. Banfield escribía desde la orilla, las palabras las transformaba en acontecimientos, buceaba las entrañas del futuro. La crónica, reflexionaba Denver, es una técnica muy interesante, convierte los escenarios en pequeñas piezas íntimas, sin abandonar la realidad, ni alejarse hacia una ficción de difícil credibilidad. Es un buen antídoto frente al periodismo banal, farandulero, tragasables de noticias sin sentido. La pensó como un arma para decir lo que muchos temen decir, no quieren decir y prefieren ignorar por un compromiso con los poderes fácticos, el mercado, el statu quo, esa mirada violeta de la vida. Pero Denver sabía que la Banfield no estaba para estos escenarios caricaturescos, y decidió no darle más pensamiento a la idea y a seguir disfrutando de sus crónicas, de la manera de ver y no ver la vida como otros decían verla y vivirla. Para Denver, era única, irrepetible, una diva en toda la extensión de la palabra. Eso, a ella no le gustaba, ni le hacía gracia. Su timidez era su mayor fortaleza. Un silencio bien administrado, una suerte de misteriosa invisibilidad, se viajaba en su indescifrable interior. Administraba una distraída ubicuidad de ángel desolado. No es fácil de hablar de un espíritu tan contradictoriamente dulce e inasible.

• Solo fantasmas escriben en un diario fantasma

Se sucedían desplazamientos de un lado a otro dentro del hotel, movimientos, reuniones, un trabajo en equipo, pero el eslabón perdido era la aplicación de un software libre, cuyo manejo se desconocía y no era de fácil manejo técnico en un diario. Los expertos lo presentaban como la herramienta ideal, divagaban, pero no superaban las pruebas, era algo muy novedoso. Tiempo, tiempo se escuchaba afirmar en el curso de las horas. Días locos orquestados por la inquietud y zozobra, nerviosismo de aprendices y tensiones de cosas que subyacen en una compleja psiquis de los protagonistas. Bajo esa gran carpa, donde en cualquier minuto podía aparecer la mujer barbuda, o el enano que se sabe todas las historias de los integrantes de una compañía circense, debían suceder cosas fuera de cualquier libreto, agenda, rutina, asuntos varios intrigantes y desconocidos.

Los días de pago eran toda una puesta en escena, subir al segundo piso, primer alto, entrar a una habitación con un gran mesón, algunas armas sobre su cubierta y los fajos de cien dólares, apretados unos contra otros. Sí, no podían respirar los papeles verdes. Se desprendía de ellos en plena asfixia, una operación respaldada por el diario fantasma, donde escribía el fantasma que adquiría alguna materialidad, al menos en ese acto quincenal.

En el ínterin, mientras la tecnología buscaba su lugar, Denver se entretenía con las historias de un español fantasioso que había vivido en África, según relataba y que una mosca tsé tsé, lo había puesto a dormir por la eternidad en esas negras noches. No se notaba afectado, porque seguía en sus picardías. Entre otras cosas, ese hijo peninsular, se declaraba el padrino de los niños que quedaban huérfanos cuando los grandes árboles se derrumbaban en las selvas africanas sobre sus padres leñadores. Él los recogía y rescataba de la orfandad en la salvaje selva. Un hijo de la península ibérica con todas sus letras y cuentos. Dormía con un viejo sable heredado de alguna cruzada imaginaria, al que le asignaba una suerte de protección sarracena. Lo dejaba inclinado a la entrada de su cuarto del hotel y soñaba con volver al África, recorrer otros mundos y fantasear, no depender de nadie, más que del azar y de una imaginación aprueba de cualquier cuento. Le gustaba fisgonear en los edificios la intimidad de las parejas con su telescopio. Buscaba atmósferas, en ello veía noticias publicables en el periódico imaginario que se estaba organizando y él era uno de sus más decididos y entusiastas promotores. Lo importante, decía, era salir, llegar a la calle con la letra impresa masiva, llevar el mensaje. Estaba ilusionado, exigía pasar a un estadio superior al de la ilusión y el compromiso per se. La realidad es lo tangible, lo que ponemos en la balanza y pesa, filosofaba. Nunca se supo si era gallego o un hijo de la península, simplemente.

• Un charrúa en la semipenumbra

El indostano quizás sabía más que nosotros, no dejaba de atravesar una y otra vez el balcón que lo conectaba al mundo, probablemente a una desconocida red de futuros suscriptores, o a situaciones superiores a nuestro entendimiento, que iluminaban esa perseverancia por la milla diaria. Miraba siempre frente a sus ojos en línea recta, quizás se sentía una paralela hacia el infinito.

El encargado de deportes, un uruguayo que conocía a los viejos cracks del fútbol sudamericano, las jugadas precisas con que el Peñarol fue campeón en tal y cual fecha en esas jornadas memorables. Además daba las alineaciones de los equipos con lujo y detalles, mientras soñaba con un pisito ahí donde vivía en la más profunda soledad del edificio, ese hindú que no podía detenerse y recorría cada mañana el mismo rectángulo que Denver ya conocía de memoria. Se lo habían ofrecido los dueños del diario, le abrieron esa entusiasta ventana de la esperanza, como si fueran a cumplir. Al mediodía, a la hora de almuerzo lo observábamos contemplar religiosamente unos minutos el lugar de sus sueños. El departamento propio se le dibujaba en la sonrisa como un caramelo a un niño a la salida de la escuela. Daba la impresión que ya estaba dispuesto a invitarnos a su inauguración. Le habían sembrado de ilusión los sueños, una bomba perfecta. El charrúa estaba entusiasmado, años alquilando un departamentito lóbrego, dos ambientes sin vida, nada más que paredes. Verlo con su mujer pasar su exilio, hacía recordar algunos personajes de Onetti al filo de la semipenumbra, ahí donde la sombra se rinde ante la oscuridad.

• El software mágico

El diario no salía, el software mágico, amigable, comprensible, libre, no resolvía la ecuación para lanzarlo al gran público. Distinguir entre la frustración y el aburrimiento, era difícil. La gerencia tenía sus propios negocios, problemas, asuntos en que meter las narices. Denver traducía la incoherencia en negligencia y en alguna misteriosa manera de hacer sin concluir, hilar sin tejer y dejar correr la cañería del agua sin fin, con algún propósito que no estaba al alcance de su entendimiento. No había apuro, al parecer, la pizza seguía en el horno.
Denver sobrevivía en aguas sin puerto, lucía su tarjeta de identificación en el pecho, como si fuera una medalla olímpica, él, un coleccionista de carnets de identificación, documentitos ocasionales, temporales, que podían deshacerse en un tiempo fijo. La seguridad era estricta en el interior, guardias armados paseaban por el edificio, el diario era el secreto mejor guardado, no aparecía de manera tangible y por las noches el Subdirector se iba con el Director en su automóvil, comentando la jornada. No era nada especial, suele ocurrir, inclusive en los diarios invisibles.

• Era un clásico de los sesenta y tantos

La novedad surgió cuando el Director le confesó: nos siguen. Por el retrovisor se veía desplazarse lentamente un mastodonte muy bien cuidado, reluciente, antiguo, de latas brillantes: un Studebaker. Era un clásico de los sesenta y tanto, en plena forma. Compacto, sólido, intimidador.

-¿Desde cuándo nos siguen?, preguntó Denver. –Hace semanas, respondió el Director. – ¿Por qué no me dijiste?, volvió a preguntar Denver. –No lo consideré necesario, respondió el Director, algo despistado.

Qué buscan, el diario no arranca por los técnicos y a mí me viene bien, sonrió Denver, es un proyecto invisible como yo, un sin papel más, lanzó la carcajada y el Director se quedó entre mudo y asustado, encendió el motor y arrancó.

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DATOS DEL AUTOR:


Rolando Gabrielli nació en Santiago de Chile.Estudió Periodismo en la Universidad de Chile. Ejerció hasta el 11 de septiembre de 1973 en su país. Fue Corresponsal Extranjero en Colombia y Panamá (1975-79). Funcionario Internacional durante una dècada, Editor de una publicación científico-técnica y económica, con circulación en 56 países, columnista de la revista alemana D+C (1979-89). Escribió para varios periódicos panameños como Analista Internacional y trabajó en el programa de la Unión Europea-PNUD, Tips On Line. Asesor en estrategias empresariales, editor de Suplementos especializados, ha trabajado y lo hace actualmente en marketing. Trabaja desde hace casu dos dècadas en una reconocida empresa de arquitectura. Hace màs de 20 años se inició en Internet. Ha publicado dos libros de Poesìa en Colombia: Entre parèntesis, amor y Los Poetas de Chile. Tiene varios libros por editar: poesía y prosa.