Hijo Ilustre del Zanjón
de la Aguada
Relegada al baúl de los recuerdos, se gestaba en un lugar que
cuando niños lo conocíamos como peligroso, tenebroso,
el dormitorio del hampa, el Zanjón de la Aguada. Se hablaba del
lugar con respeto y temor, como un infierno que atravesaba con sus aguas
y criminalidad 27 kilómetros de Santiago del oriente al poniente.
Un lugar donde hasta los sueños eran informales. La memoria es
un viaje y la infancia acuña esos recuerdos verbales, historias
de maleantes en ese submundo de la pobreza y las callampas, un lugar
del cual debíamos estar distantes y no distraernos porque podríamos
ser sorprendidos por lanzas y cogoteros (asaltantes). En esa cuna de
la marginalidad, pobreza y delito, nacería uno de los cronistas
chilenos más relevantes y reveladores de la surrealidad de un
Chile dictatorial sumergido en más de lo mismo. Pedro Segundo
Mardones Lemebel, conocido como Lemebel, quien sacudió no sólo
la crónica urbana con su palabra valiente, destemplada, sino
también la pacata sociedad chilena que miraba con los ojos cerrados
sus distintas realidades. Lemebel rescató la sombra de la sombra
sin dejar de ver las pequeñas cosas significativas que se iluminan
en la oscuridad.
Crónicas para destapar, despertar,
hacer memoria, construir espacios de diálogo, descubrir, revelar,
enfrentar, desmitificar, oxigenar y en una palabra para respirar. Lemebel
utiliza todos los recursos posibles, de atrás para adelante y
viceversa, no hay complejo en su espejo vitriólico. Ponía
a sudar marginalidad a la palabra y siempre fue más allá
del lenguaje, puso el cuerpo. Performer, reemplazó la escena
del crimen por el delito de hablar de frente; decir su verdad a contrapelo
de su tiempo y ser el notable cronista que fue no le sirvió para
ganar el Premio Nacional de Literatura, el lauro más codiciado
de las tierras mapochinas. El Hijo Ilustre del Zanjón de la Aguada,
el pelusón Pedro Segundo Mardones, alias Lemebel —una de
Las Yeguas del Apocalipsis—, desnudó el Chile fértil
y se pintó de guerra en tiempos de la dictadura militar. Transformó
la crónica en reina de todas las primaveras, frente a los cuarteles,
ante las locas de Chile, no tuvo el complejo del qué dirán,
se instaló en su trono de abeja reina y repartió su miel
por el Reyno de Chile, de Arica a Magallanes, como una colocolina destemplada.
Monsiváis, la crónica viva de México
La crónica no tiene dueño, es radicalmente libre, crece
en las geografías más extremas, en los peldaños
de las escaleras que no van al cielo, porque este género humilde,
ninguneado, se defiende como gato de espalda de la realidad áspera
que pisa.
Carlos Monsiváis, como pocos, se adentró en todos los
Méxicos posibles. La crónica fue su instrumento en el
viaje por la mexicanidad, humanismo herido tan poco dócil hasta
nuestros días. Por lo que cuenta la leyenda urbana, Monsiváis
era la crónica viva de México, la enciclopedia popular
azteca deambulando por el DF con la invisibilidad de la presencia, de
un gran seductor de la palabra en todos sus matices y profundidades.
Tuvo palabras, frases, aforismos, dichos, invenciones, teorías,
imaginación, humor —respuestas a todo tipo de acontecimientos,
situaciones, personas, hechos, realidades y ficciones—, descripciones
filosóficas, metafísicas, para todo México, porque
la visión de su mundo fue verdaderamente pantagruélica,
insaciable, desbordante, inabarcable. Si bien era un admirador de la
Biblia, aunque no creía en ella, este icono azteca escribió
sus propias sagradas escrituras.
Le decían Monsi, vivía rodeado de gatos, se considera
uno de ellos —”sin elasticidad, sin gracia y sin siete vidas”—,
era un felino elusivo, pero nadie como él describió, sintió,
vivió el DF, esa bomba atómica humana, su “demasiada
gente”; descubría a diario “la perfección
del aislamiento”, la “multitud que rodea a la multitud”.
Escribió Los rituales del caos, un libro de parábolas,
que enseña, escudriña, fisgonea la vida y la muerte en
y de la ciudad, ese espacio que el hombre común y corriente le
arrebata a las multitudes, donde el codo es un símbolo de la
supervivencia.
La crónica pone el ojo sobre la palabra y todo lo demás
es la realidad en curso. Monsi delira con el DF, patea sus calles, lo
asume como si sólo ella existiera para vivir su caos, su prolongación
infinita, su eterno mundo ferial, una atmósfera que la grita
y vocea por los rincones más anónimos, insignificantes.
Es ese monumento infinito y devastador, espacio aparentemente alejado
de la mano de Dios, que emerge desde la gran soledad del bullicio, de
la estética del dolor y la felicidad barroca, de lo cual Monsiváis
nos habla desde el hacinamiento, ese multiplicador de realidades. En
el DF todo es colosal, es un monstruo de millones de gargantas, insaciable,
devora su propia realidad y la reinventa en la próxima esquina,
a pleno pulmón respira el futuro aunque no exista.
Para un cronista de la estirpe de este icono mexicano no hay un tema
que no sea de interés para él y pueda ser objeto de su
observación y escritura. Fue sin duda un gran lector, disciplinado,
entusiasta, atento a la literatura, al cine, a la sociología
urbana, a las enseñanzas de las revistas populares, si no del
propio DF como fuente de la cultura viva. Dice Monsiváis de uno
de los barrios más tradicionales y populares de la capital mexicana,
el Tepito: “Aquí uno se acuesta pobre y se levanta más
pobre”. Una afirmación que no tiene fronteras; puede ser
de un barrio de Guatemala, la India, Colombia, Egipto, Rumania o Grecia.
La pobreza no tiene dueño y crece hasta en sueños.
Monsiváis fue un cronista que usó todos los sentidos,
su propia piel, para radiografiar el DF, el México esencial,
raizal, popular, siempre desde la diversidad, asumió y se sumió
con fervor en la topografía citadina al mando de su propia brújula,
un agrimensor de la palabra y caminó los pasos de veinte millones
de mexicanos, respiró como ellos, hizo los mismos viajes, se
hizo espacio en el gran espacio y corazón de las multitudes.
Cortarle las alas al viento
Lo conocí de paso por Panamá, en una conferencia muy mexicana,
nos enseñó el humor mexicano y la importancia de la cultura
de su país —crónica que está registrada—,
y sólo hablamos unos minutos flanqueados por una funcionaria
diplomática del país azteca, que parecía un muro
ante mis preguntas, cuyas palabras la salvaban por la cabeza y los hombros
y llegaban a un Monsiváis agazapado como el gato que quería
ser. La crónica se hizo sentir, se expresó con la voz
del cronista que hablaba de otro cronista y simplemente la titulé:
“Monsiváis, de Cantinflas a Tin Tan”, y otra nota
póstuma: “Carlos Monsiváis, poeta del alma mexicana”.
Volvió a su DF, procedente de una pequeña ciudad que se
perdería en la gran matrioska que representa esa urbe inabarcable,
que ni el ejército más grande del mundo podría
rodearla y sin que si disparase un solo tiro en el bullicioso México.
La crónica no es un oficio reporteril, abrir una grabadora y
que las luciérnagas comiencen a prender sus luces. Observación,
investigación, pasión, memoria, historia, sueños,
humor, geografías, arquitecturas, compromiso con la realidad
y la ficción, poesía, la crónica tiene un vasto
mundo propio, carece de fronteras, es un horizonte ilimitado, un espejo
de lo que somos y podríamos ser. Monsiváis, Hemingway,
García Márquez y Lemebel, fueron cronistas de excepción,
estuvieron en el terreno en distintas épocas y algunos de ellos
coincidieron en el tiempo para escribir desde una óptica diferente
sobre temas que les apasionaban. Prestigiaron la crónica, le
quitaron el desdén de un público y de los escritores ninguneadores
del género. Rescataron con ello quizás lo sin importancia,
lo marginal, recobraron tal vez cierta pobreza literaria perdida proustianamente,
descubrieron la gracia y la belleza de este patito feo de la literatura.
La crónica es un híbrido, renueva el periodismo
La crónica es un híbrido entre el periodismo narrativo
y la prosa literaria. Acepta, pienso, todas las innovaciones posibles
propias de la narrativa literaria que nadie podrá encerrar en
una jaula o cortarle las alas al viento. El periodismo también
se renueva y en esta época digital, mediática, banal,
engañosa, de abismos y desencuentros, la crónica tiene
un lugar privilegiado para hacer historias basadas en hechos, conocimientos,
investigación y contexto.
García Márquez y Hemingway fueron periodistas de raza
y escritores que conmovieron a sus lectores, vivieron y narraron grandes
historias y también la fiesta de palabra.
En la actualidad, y en tiempos del periodismo súbito, el selfie
es la información visual más espontánea, rápida
y quizás difundida, como lo es el periodismo escrito del Twitter,
que quisiera parecerse al grito de Munch, pero que no es más
que un balbuceo de 140 caracteres. YouTube es la lectura clásica
de este escenario líquido, aparentemente inocuo. Instagram, ese
espejo celoso que nos mira y no pierde cámara ni oportunidades.
Es la alegría de la vanidad. Y no olvidemos el WhatsApp, esa
magia de los pulgares para conectar tanta soledad instantánea
junta y una obsesión de pertenencia a alguien.
En esta era de la aparatología digital, la idea pareciera ser
manejar con una fuerte dosis de arterioesclerosis, parálisis
de la palabra, hasta sepultarla o cuando menos congelarla en el vacío.
El mundo mediático redobla sus escalofriantes tambores de guerra
en cualquier lugar del mundo. Tiene mucha letra menuda, sobre todo quienes
usan la imagen como espectáculo y la palabra como conquista de
las mentes distraídas.
La crónica con imaginación
inimaginable
García Márquez, Monsiváis y Lemebel, radiografiaron
lo que a simple vista no se ve, el lado oculto, subterráneo de
la sociedad, pero también la geografía humana en la simpleza
del alma popular y sus días comunes y corrientes. Los hechos
estuvieron presentes, la memoria, los acontecimientos políticos,
la historia, el humor, la dura superficie de la realidad, y el trío,
a fin de cuentas, vivió su época y tiempo inmerso en la
cotidianeidad, aunque el colombiano, premio Nobel, escribió una
de las novelas más revolucionarias del habla castellana. El mito
de Aracataca abrió otros caminos además de la crónica
con imaginación inimaginable, aunque Lemebel también fue
novelista. García Márquez y Hemingway fueron periodistas
de raza y escritores que conmovieron a sus lectores, vivieron y narraron
grandes historias y también la fiesta de palabra.
En ellos, para efectos de esta nota, la crónica vistió
sus mejores galas en París, Roma, Madrid, Bogotá, Caracas,
Barranquilla y Cartagena de Indias, tierra Caribe.
Del epilogar
La imagen, que pareciera ser que nunca miente (está de moda y
en uso), advierte con la fotografía en primer plano de quién
se acreditaría el codiciado Nobel de Literatura este 2015, que
juega a su propia suerte los últimos dos meses de su año.
Una periodista bielorrusa, nacida en Ucrania, Svetlana Alexievich, cronista
de historias sacudidas por el horror en los territorios de la llamada
Cortina de Hierro, casi desconocida en español, y muy recomendada
por la casa de apuestas británica Ladbrokes, obtuvo el lauro
sueco, como si todo hubiese estado escrito para la ocasión. El
periodismo y la crónica se pusieron a tope como oficios y géneros
en alza, lo que resulta interesante para quienes ejercemos la profesión
y la crónica, especialmente. Por lo general cuando ocurre un
anuncio de esta naturaleza la gente, los lectores, vuelcan su mirada
al autor, a sus libros y al género en que fue premiado. Dejé
pasar un tiempo prudencial, desde que escribí esta nota el 8
de octubre, horas antes del fallo, para pulsar la repercusión
internacional. Fuera del anuncio, algunos periodistas festejaron el
hecho, que ha sido uno de los más silenciosos que he conocido
para un evento de esta envergadura. Ni el más ubicuo de los ubicuos
tamboriles del mundo occidental ha salido aún al paso a festejar
este lauro y se ha quedado más bien en la vida de
societé.
El mosaico puso los rostros
En la imagen hay otros rostros, un mosaico para escoger y acompañar
al jurado, a los académicos a tomar la decisión. Forman
parte de los favoritos, aunque hay más que no han posado para
esta gráfica arbitraria y personal. Y entre ellos asoma casi
oculto un rostro de una inmensa levedad, como lo es el del checoeslovaco
Milan Kundera, un novelista que no requiere mucha presentación
y cuyo peso literario pudo ser reconocido en Suecia por una obra vasta
existencial. Se refleja en este collage por el Nobel el judío
Amos Oz, un escritor que va más allá de una historia que
festeja su error. Haruki Murakami roba cámara en el collage,
era uno de los favoritos, con una obra no tan universal para algunos
que piden algo más trascendente y único, original, un
aporte que no lo borre el viento de sus propias palabras. El poeta sirio
Adonis, siempre a la expectativa por orden del azar, y ahora en el centro
de la catástrofe del Medio Oriente, como si la geografía
no importara y la poesía menos. Es un viejo candidato y un poeta
que representa con solidez la poesía de su tiempo: “Tal
vez la intuición me ayude y me guíe un fulgor de memoria
/ pero es inútil que investigue la delgada hebra, inútil
que junte una cabeza, dos brazos y dos piernas / para descubrir la identidad
del muerto”. En realidad son tantos los muertos que la vida produce
asombro. Pueden ser unos 700 los candidatos recomendados al premio Nobel
de Literatura, pero a los académicos suecos les guiñan
el ojo unos cinco o seis y sobre ellos se concentran por a, b, c razones
que no siempre son las razones de la crítica, de otros escritores
o del público interesado. El collage del Nobel tiene más
rostros, hay una mujer con cara de distraída y ojos que no parecieran
estar mirando algo específico cuando se cala ese sombrero alón
que distrae totalmente su imagen. Es Joyce Carol Oates, quien encabezaba
la lista de autores norteamericanos como Philip Roth, cuyo país
no recibe un Nobel desde hace 18 años. África ha recibido
más premios nobeles de la Paz que de Literatura; quizás
la paz de los millones de africanos muertos en la conciencia europea.
Esta vez tuvo tres candidatos que no llegaron a la meta: el keniano
Ngugi wa Thiongo, el somalí Nuruddin Farah y el nigeriano Ben
Okri.
No los veo en el mosaico, no porque
sus rostros sean oscuros, invisibles quizás, sino porque no estaban
entre mis posibles favoritos. ¿No hay Nobel para tanto escritor?
Lo importante es seguir escribiendo, los premios no deben ser los objetivos
fundamentales de un escritor. La mirada del Nobel debiera ser hacia
dónde apuntan y qué reflejan, qué nos dicen las
palabras.
¿El Nobel es líquido o sólido? Depende de la textura
del lenguaje y de las páginas escritas con veracidad. Siento
que la crónica captura la sombra y la degrada en toda su oscuridad
para que veamos qué representan las palabras.
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Para
saber más
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DATOS DEL AUTOR:
Rolando Gabrielli (Santiago de Chile, 1947).
Estudió Periodismo en la Universidad de Chile. Ejerció
hasta el 11 de septiembre de 1973 en su país. Fue Corresponsal
Extranjero en Colombia y Panamá (1975-79). Funcionario Internacional,
experto en la industria bananera, encargado de estrategias para los
ocho países de la región miembros de la UPEB, Editor de
la publicación científico-técnica y económica,
con circulación en 56 países, columnista de la revista
alemana D+C (1979-89). Escribe para varios periódicos panameños
como Analista Internacional y trabaja en el programa de la Unión
Europea-PNUD, Tips On Line, mercadeo de oportunidades empresariales
vía Internet. Asesor en estrategias empresariales, editor de
Suplementos especializados, ha trabajado y lo hace actualmente en marketing.
Autor de los poemarios Entre paréntesis, amor, y
Los poetas de Chile, ambos editados en Colombia.