La nubosidad gris sobre Santiago a
medida que la tarde se recostaba sobre mi viejo reloj Tissot, presagiaba
unas lluvias memorables, de esas que sobrepasan los paraguas, nos humedecen
las entrañas, en los días fríos invernales, que
parecen interminables ataúdes grises flotando en el aire. Pero
la misión periodística era ineludible: entrevistar al
antipoeta en su casa de La Reina, en las faldas de la Cordillera de
los Andes, uno de los baluartes naturales de los chilenos, escogido
por Nicanor Parra como un refugio personal frente a la omnipresente
poesía de la Cordillera de la Costa.
Me subí al micro como un fantasma londinense, un domingo, poco
después de las 2:30 de la tarde, a esa hora en que las calles
están desoladas y viven el feroz desamor del tiempo indefinido,
camino a la casa de rústica madera del autor de Poemas y
antipoemas, Obra gruesa y de un pecado de juventud, como le llamó
a su libro inaugural, Cancionero sin nombre (1937), de indiscutida
influencia garcilorquiana. Sin embargo, los gérmenes de la antipoesía
pareciera que ya tenían nombre, en ese Cancionero, tan olvidado
por el propio autor, y que en su momento recibió aplausos y rechiflas.
Largo viaje hacia las faldas de la
cordillera, quizás un poco menos lento, por lo despejado de las
avenidas dominicales, iba yo pensando en la antipoesía del antipoeta
en este antimomento de la historia chilena, cuando el calendario marcaba
el principio de los setenta, ya convulsionado y que ardería de
punta a punta, como la milonga borgeana.
Ya Parra gozaba de las mieles del éxito y la controversia, e
intentaba bajar del Olimpo al joven Neftalí Reyes Basoalto, empujando
aun más al precipicio a Pablo De Rokha y codo a codo en la pelea
con Gonzalo Rojas, quien le dedicaría unos versos lapidarios:
‘Antiparreando, remolineando / que Kafka sí, que Kafka
no, / buena la cosa / roba-robando / se va Cervantes / entro yo. / Publiquen
grande lo que escribo / que se oiga en USA y en Moscú / Sabes
que más, Rimbaud: ni tú. / Me arrastro, claro, pero arribo’.
Parra, un nuevo vértigo
Tinta y sangre de la polémica chilena, esos versos no los he
visto en ningún libro de Gonzalo Rojas, pero se dijeron en su
momento y difundieron en la revista Punto Final.
En su poema ‘Manifiesto’, Parra fija posiciones y dice que
esa es su última palabra: los poetas bajaron del Olimpo y agrega
que la poesía es un artículo de primera necesidad. Condena
a tres de los cuatro grandes, sólo se le escapa la Mistral. Sí,
condenaba la poesía del pequeño dios (Huidobro), de la
vaca sagrada (Neruda) y la del toro furioso (De Rokha).
Años más tarde, este huaso chillañejo, que se le
escapó a Lucifer cuando le echaba más leños al
fuego infernal de la antipoesía, diría sobre Neruda, a
Jorge Teillier, en una entrevista para Árbol de Letras:
‘Admiración y respeto religioso por el hombre y por su
obra’.
Reconocería que De Rokha es uno de los cuatro grandes de la poesía
chilena del siglo XX. Y en un homenaje a Huidobro en su centenario,
lo calificaría como su maestro. El troesma, como Teillier le
llamaba a Gardel. Pero volvería a arremeter contra Neruda y De
Rokha. ‘Qué sería de la poesía chilena sin
este duende’, se pregunta Parra, y responde: ‘todos estaríamos
escribiendo sonetos, odas elementales o gemidos’. Vuelve a poner
sus picas en Flandes y le toca también a la Mistral. Nadie está
vivo para contestar, ni el homenajeado, de quien Parra confiesa: ‘prácticamente
lo aprendí todo de Huidobro. Gracias’, agradece, el discípulo
tardío. Kafka, había dicho Parra en su oportunidad, es
‘mi maestro absoluto’.
Cuando llega Parra, debemos señalar, y reconocer, que la compleja,
variada y personalísima poesía chilena, ya estaba instalada
en el siglo XX y la cancha trazada con líneas gruesas.
Un sacristán que tañe
a rebato
El crítico Jaime Concha da cuenta de algunas cosas al respecto
y se hace una pregunta interesante en 1973, al inicio de su ensayo Poesía
chilena: ¿qué significa que un pueblo pobre y subdesarrollado
como Chile pueda darse el lujo de tener poetas? Concha recurre a la
historia, y nos dice que por Homero, el autor de La Ilíada
y La Odisea, sabemos de los griegos, de su existencia guerrera,
de sus pasiones y sus crímenes. Todo eso nos cantó el
aeda ciego a través de la palabra, lo que sigue haciendo el poeta.
Concha agrega más adelante en su ensayo que la poesía
chilena tiene algo de nuestra Cordillera de los Andes. Hay grandes cumbres,
volcanes formándose o en erupción, lagos y ensenadas,
ríos e hilillos de aguas cristalinas. Además en su perfil
geográfico y poético, explica, se debe señalar
la existencia de un conjunto de anillos o de vértebras que van
forjando el relieve de este paisaje poético. ‘Es un perfil
colectivo, en que hebra a hebra, gota a gota, grano a grano, se va construyendo
un gran volumen material que constituye el canto, el lenguaje de todo
un pueblo’. Concha apunta directo sobre Parra, Cancionero
sin nombre, subraya, una obra que posee una singular coherencia
poética. Su poesía, acota el crítico, ‘se
potencia y se electriza con sustancias populares’.
Parra ha tenido tiempo para hacer su obra gruesa y substantiva y ponerse
a paz y salvo con los ‘monstruos’ de la poesía chilena,
a los cuales miró de reojo y con los que tuvo sus pequeños
rounds en la vida real, con excepción de Huidobro que nos abandonó
antes de que Nicanor se subiera a su propia montaña rusa.
La idea de un nuevo vértigo le hizo poner en marcha la empresa
de la antipoesía. El físico montaría a la poesía
en su propia máquina voladora, su objetivo sería la tierra
—el primer, segundo y tercer piso—, el sótano de
la psiquis humana, y con la obsesión del sacristán, cuando
tañe a rebato las ciegas campanas de la aldea, comenzaría
a repicar, con autoridad vaticana.
Viva la Cordillera de los
Andes
‘Viva la Cordillera de los Andes, Muera la cordillera de la Costa,
eran las ganas que tenía de gritar’, reconoce Parra en
Versos de salón, y yo iba hacia su incrustada casa cordillerana.
‘La razón ni siquiera la sospecho’, abría
el verso parriano en su segundo cuarteto, pero repetía los dos
primeros con más fuerza. ‘Hace cuarenta años que
quería romper el horizonte, ir más allá de mis
propias narices, pero no me atrevía’, sigue confesando
el ladino Nicanor. ‘¡Se terminaron las contemplaciones!’,
remachaba, para que no hubiera dudas, sobre el camino que esperaba recorrer,
ya escogido, frente a la poesía nerudiana. Isla Negra, igual,
cordillera de la Costa, la ecuación parriana perfecta... Ahí
estaba el mensaje. Parra le había encontrado un nombre definitivo
al nuevo cancionero de su poesía, la antipoesía.
Con estas ideas iba en el micro camino a La Reina, la lluvia ya era
un hecho natural, y el abrigo no impedía que se me calaran los
huesos. Al descender de la resbalosa pisadera, sentí los primeros
goterones, abrí el inútil paraguas y las emprendí
cordillera arriba, entre el lodo y el agua, a casa del poeta, subiendo
la loma de quien ya estaba en plena fama, con el Premio Nacional de
Literatura bajo el brazo, en una batalla campal contra el presidente
de la Sociedad de Escritores de Chile y todo lo que oliera a establecimiento.
El hombre demolía lo que encontraba a su paso, y estaba en plena
construcción de sus Artefactos.
Alicia y ‘La víbora’,
dos maravillas
Llegué empapado a las puertas de su casa. Toqué madera
varias veces. Nadie abría. Hasta que de pronto, Nicanor, con
medias de lana blanca y en un tono misterioso, confesional, dijo: entre,
pase, y seguí con mi paraguas y pesado abrigo café, cerrado,
de estrujar, hasta el cuarto donde se encontraba viendo televisión.
En una pantallita en blanco y negro alcancé a divisar algunos
personajes conocidos. Parra, recostado en una dura cama-sofá,
me dijo, es Alicia en el País de las Maravillas. Yo seguía
con mi abrigo, el paraguas estilando en la mano, de pie, y afuera un
aguacero de esos que caen realmente del cielo y mojan sin respeto. Estábamos
en la semipenumbra, donde todos los gatos son negros aparentemente.
Entre la lluvia y Alicia comenzaron a llover verdaderos peñascos
verbales sobre mi pequeña humanidad. ¡Qué hace aquí
este degenerado, como lo dejaste entrar!, gritaba su mujer de ese entonces
y madre de una de sus famosas hijas. Comencé por hacerme el sueco.
No me di por aludido. Recordé el poema maravilloso de Nicanor:
‘La víbora’. En fin, dejé que las palabras
se fueran al viento, como el pasto al rocío. Pero seguían
cayendo los ladridos, como si la lluvia no fuera a parar. Epíteto
tras epíteto. Yo incrustado en el piso, mojado, mirando lo que
el viento no se llevaba, ni de a vaina, digo ahora en buen panameño.
De pronto, Nicanor abandona su concentración frente a la maravillosa
Alicia en el País de las Maravillas, y me dice: compañero,
quiero saberlo todo... se recogió en la cama y volvió
sobre el filme, en medio de los gritos monocordes, únicos de
la mujer, la cuarta, la quinta, la lotería mía en ese
entonces. Yo la había conocido en Osorno, en unos trabajos de
verano que dirigía el colorín Jaime Ravinet.
Madame Parra
Aún tengo grabados sus desorbitados ojos azules, echando chispas
por el cuarto húmedo de La Reina, yo, un simple reportero desaliñado
por el mal tiempo y el pequeño temporal de la calle, que me había
conducido al tornado dentro de la casa de Parra.
La mujer no abandonaba el monólogo, hasta que atiné a
decirle, por qué no va afuera y ve si está lloviendo,
lo que la volvió a sacar de las casillas. Parra ya miraba con
unos grandes ojos de huevo frito. Alicia se había ido por el
espejo a la otra realidad, donde yo hubiese querido acompañarla
en ese momento. Pensé en alguna escena de Charles Chaplin para
abandonar mi propia escena, en la comicidad inexplicable del silencio
y absurdo. Al menos contaba con el mágico paraguas.
La lógica se apoderó de la situación por fin y
me indicó el camino de la puerta. Me despedí de Nicanor,
sin bombos ni platillos. Regresé con las manos vacías
a la Agencia de Noticias. Me dije, al subir a la micro: Hemos inaugurado
un nuevo capítulo de la antipoesía, totalmente kafkiano
y muy propio de Ionesco, ambos personajes respetados y conocidos por
Parra, y que hoy convirtieron las aventuras de Alicia en una inocente
salida al patio de la casa en búsqueda del conejo perdido, juego
de muñecas, respecto del show de madame Parra.
Asilo contra la opresión
Cerrado el capítulo, seguí viendo, conversando, como si
nada, con Parra, por los prados del Instituto Pedagógico de la
Universidad de Chile, una especie de ‘asilo contra la opresión’
de la intelectualidad más radical del Chile de los setenta y
mucho antes y hasta el 73. Allí se había instalado el
profesor de física a disparar a diestra y siniestra su antipoesía,
convencido en la revolución permanente de la palabra, una especie
de Trotski del lenguaje, francotirador consciente, con la clara misión
del borrón y cuenta nueva en la poética chilena, primero,
y latinoamericana, después, hasta estremecer la poesía
hispanoamericana. Con su cuaderno de apuntes casaba el idioma que salía
del vulgo, escribía con su gótica letra y ejercitaba sobre
la poesía al aire libre en un toma y daca permanente, con el
brillo del juglar, la sabiduría de un clásico griego y
la calma contenida de un caballero inglés. Parra apuntaba tan
alto como podía, para instalar su propio Olimpo en la tierra
de la antipoesía. Cabeza fría, corazón caliente,
decía el profesor de mecánica racional en su famoso Manifiesto,
con el cual intentaba agregarle la quinta pata al gato de la poesía
chilena.
Para Parra, como Neruda, Huidobro, y la misma Mistral, por hablar de
los principales mitos de la poesía chilena, sin excluir a De
Rokha, protagonista indispensable del siglo XX, al igual que Gonzalo
Rojas, más adelante Lihn y Teillier, el olvidado Alfonso Alcalde,
Armando Uribe Arce, Oscar Hahn, Gonzalo Millán, Manuel Silva
Acevedo, Omar Lara, la mujer y el amor, ocupan un lugar de privilegio
en su poesía, vidas, actuaciones públicas y privadas.
Cuenta, entre paréntesis, la leyenda, que una Mónica Silva
devastó sentimentalmente al antipoeta, a la que dice que perdió
de puro pajarón (tonto).
El amor es el gran tema en la poesía de todos los tiempos y el
folletín clásico y universal, son los 20 poemas de amor
y una canción desesperada, de Neruda. Los poetas chilenos no
son la excepción, y Parra tampoco. Neruda, quizás el más
devoto y pantagruélico en su obra, con los Cien sonetos de amor
y numerosos textos como la ‘Oda al amor’, y tantos otros
personalísimos, ‘Tango del viudo’, en Residencia
en la tierra, e infinidad de textos alusivos hasta el final de sus días.
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Para
saber más
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DATOS DEL AUTOR:
Rolando Gabrielli (Santiago de Chile, 1947).
Estudió Periodismo en la Universidad de Chile. Ejerció
hasta el 11 de septiembre de 1973 en su país. Fue Corresponsal
Extranjero en Colombia y Panamá (1975-79). Funcionario Internacional,
experto en la industria bananera, encargado de estrategias para los
ocho países de la región miembros de la UPEB, Editor de
la publicación científico-técnica y económica,
con circulación en 56 países, columnista de la revista
alemana D+C (1979-89). Escribe para varios periódicos panameños
como Analista Internacional y trabaja en el programa de la Unión
Europea-PNUD, Tips On Line, mercadeo de oportunidades empresariales
vía Internet. Asesor en estrategias empresariales, editor de
Suplementos especializados, ha trabajado y lo hace actualmente en marketing.