La placa, de mármol
gris, data del siglo XIII y lleva el nombre del emperador Federico
II, líder de la Sexta Cruzada (1228-1229) que se autocoronó
rey de Jerusalén en el Santo Sepulcro.
Los monarcas que abanderaron la conquista de Tierra Santa usaban
generalmente el francés como lengua de comunicación
y el latín como registro culto y para las inscripciones.
El latín era, por ello, la lengua empleada en las placas
de las distintas fortalezas o templos que edificaron desde su
llegada a las murallas de Jerusalén, en 1099, hasta su
fracaso definitivo, en 1271.
Federico II (1194-1250) era, sin embargo, un rey ‘diferente’
, que tomó parte de Tierra Santa sin derramamiento de
sangre, hablaba árabe con fluidez y llenó su corte
de musulmanes, tal y como ha explicado Moshe Sharón,
uno de los responsables del descubrimiento, experto en epigrafía
árabe e historiador del islam en la Universidad Hebrea
de Jerusalén
Antes de recibir las llaves de Jerusalén de manos del
sultán egipcio Al-Kamil a raíz de un breve armisticio
firmado por ambos en 1229, el emperador mandó fortificar
el castillo de Yafa, localidad costera hoy anexa a la más
importante de Tel Aviv pero entonces importante vía marítima
de acceso a la zona.
Federico II mandó colocar en los muros del castillo dos
inscripciones con el mismo texto: una en latín (como
era habitual entre los monarcas cruzados) y otra en árabe,
en sintonía con su cercanía a esta cultura.
La inscripción, que datada, según puede leerse
en la propia placa, de ‘1229 desde la encarnación
de nuestro señor Jesús el Mesías’,
enumera los títulos del emperador, excomulgado por el
papa Gregorio IX.
Respecto a la placa en latín, aunque sólo queda
una pequeña parte, ya en el siglo XIX se atribuyó
a Federico II, en cuyo palacio principal de Sicilia no ha sido
hallado hasta la fecha ningún rótulo en la lengua
del Corán.
La pieza en árabe había sido hallada hace un tiempo
en un domicilio particular de Tel Aviv, donde llevaba años
colgada en una pared, pero no ha sido hasta ahora que ha podido
descifrarse. El árabe clásico, es decir, el que
se emplea para leer y escribir, apenas ha sufrido variaciones
desde el siglo XIII hasta la actualidad, por lo que la dificultad
de entender la talla no provenía del texto, sino de la
escasa legibilidad.